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Se me va la vida. El otro día me dijeron, sin avisar, ni pedir el teléfono ni nada, que ya le he dado la vuelta al jamón. Que he gastado la mitad de mi ciclo vital, y eso con suerte. Como si hubiera echado una ... moneda de cinco duros a la máquina y ya pusiese lo de game over. No es un estar en las últimas, pero le deja a uno una cosilla mala, como de catarro traicionero de primavera vallisoletana que te congela el alma. Y cuando te ves así, vuelves a casa y empiezas a agarrar fotos como se agarra un huérfano, en las películas, a la pierna de los señores López de Garagalla: «No me dejen, que soy majo a rabiar».
En estas, uno se aferra a los recuerdos. Y siempre a los de los días felices. Seguro que hubo más findes áridos que frondosos, pero estos últimos ocupan más espacio. Esos en los que lo dabas todo hasta horas intempestivas un sábado, acompañabas a alguna chavala a casa, pasabas por el kiosco de la Circular (que era el primero que abría en la ciudad) y por la panadería de Mari Tere, en la calle Cervantes, a por un ocho de chocolate. Y desayunabas en casa leyendo El Norte y ojeando el Marca mientras el amanecer asomaba por las rendijas de la persiana.
Días antes, es posible que el jueves hubiera dado de sí incluso más. Hubo un año de universidad en el que conseguimos convencer a los profesores para juntar clases en jornadas más largas que una película coreana y acabar la semana el miércoles. Aún no me explico cómo sólo me quedó una para septiembre. Campábamos a nuestras anchas por El Maderal de San Ignacio y Sotabanco, por el Yasta, y los llamábamos «jueves sociales» porque era frecuente encontrar a gente nueva y entablar cierta relación, aunque fuera esporádica. Como un barbecho corto. Lo dejabas ahí, sin regar, y un día te daba para conversación de horas, tres cacharros jugados a los dados y algún que otro beso de medio lado.
Los viernes eran un triunfo. Ya trabajando, como una persona de bien, frecuentábamos Caruso desde las ocho de la tarde. Salíamos más pronto que cuando teníamos trece años, aunque peinábamos los treinta de lejos. Pero nos daba igual. Cuatro horas hasta las doce en las que se reía, se fumaba –por desgracia– sin razón, se jugaba a la «pregunta cultural» (que da para columna propia) y se tomaba sin ansia ni melancolía, al revés de lo que hacen los tristes y los resentidos. Por placer y con la mesura propia de quienes se creen eternos. Y mírennos ahora. En la vuelta del jamón.
Pues si eso es así y no tiene remedio, quiero ser un Guijuelo de manual cortado a cuchillo. Y despacio. Nada de ser un jamón de boda con prisa por acabar su labor. Quiero sudar la grasilla y dar gusto en cada plato. Y que me queden muchos. Y de lo malo, cuando reste poco que sacar, todavía tendré hueso para hacer un buen caldo.
En eso estamos los de las canas, los achaques, el perímetro abdominal desbordado, el Danacol, la alopecia de largo recorrido y la arruga, que es bella. Buscando nuestro nuevo sitio. A través del tardeo (que es un neologismo vulgar para nombrar el café torero de toda la vida), de las fiestas remember o de la música en la calle en Ferias. Allí nos verás, cantando con la voz más cazallera posible a sabiendas de que, al día siguiente, no va a ser suficiente con una caja de Espidifen; que lo de cenar pasta o cereales para empapar, que hacíamos con veintitantos, no va a dar resultado porque tendremos un ardor que ríase usted del de Pompeya. Y disfrutando. Disfrutando mucho.
La vuelta al jamón… Ja. Eterno no creo, pero algo me queda para unos tacos bien jugosos.
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