![Vistarama y candilejas](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/02/13/80886274-kBsH-U2101524216247oiH-1200x840@El%20Norte.jpg)
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En febrero ya han caído todas las hojas que se aferraban, con un halo como de tristeza mesetaria, a las delgadas ramas que esperan la primavera. El paraje no es de escena siniestra de Tim Burton, pero tampoco podemos decir que seamos el país multicolor ... de la abeja Maya. Castilla, a medio invierno, es así. Y con esos mimbres uno sale de casa, desempolva el chubasquero por si las tímidas lluvias hacen acto de presencia y se da cuenta de que la ciudad está a diez minutos de vestirse de cofrade.
No viví aquellos años de cine religioso en la Semana Santa, al contrario. Supongo que, con las vacaciones en ciernes y no siendo la familia de ninguna hermandad, mis padres decidirían que al niño (servidor) y a su hermana había que tenerlos entretenidos. Y pasábamos del previo con chocolate y churros en Gamor a comprar bolsas de patatas Matutano o golosinas en algún Feri, pero siempre de camino a una sesión doble en el Rex, el Babón o alguna proyección especial en la sala Borja. Eso cuando no había estreno de relumbrón y las calles históricas se llenaban de colas justo antes de las cinco de la tarde o las ocho menos cuarto. Ahora eso es una quimera. Ya casi no quedan salas en el centro de la ciudad. Las familias emigran en sus vehículos familiares hacia un sábado de centro comercial y actividades encadenadas. Como si nos entregasen una tarjeta en la que hay que marcar cada hito logrado: tienda, chiquipark, vermut, almuerzo, cine…
Y las películas, disculpen, pero no son eso. Deben ser una experiencia extraordinaria. Porque cuando apaguen la luz y comience la proyección —si consiguen ir a un pase en el que el silencio presida y la trama se paladee—, notarán cómo se eriza su vello y algún escalofrío de tensión recorrerá su espalda. Y eso, que es mágico, no pasa en el sofá de su casa, por mucho chaise longue que gaste.
En esa infancia avanzada de la que les hablaba, los estrenos se agolpaban en las marquesinas del Vistarama o el Roxy. En la entrada, al lado de los pósteres de los filmes que llegarían en los próximos meses, colocaban cinco o seis fotogramas del éxito del momento. Y se te hacía la boca agua. Al acceder al vestíbulo se producía la misma sensación que tendrán ustedes cuando van (poco, reconózcanlo) al teatro: especial, glamurosa, completa. Piensen: Scorsese no hace pelis para ver en su salón de piso arregladito de la Huerta del Rey mientras oye a cuatro borrachines discutir en la calle o a los niños del vecino del quinto berrear porque están peor educados que el Torete. Tampoco para que usted detenga la reproducción porque va a por un yogur al frigo, responda al repartidor de Glovo que le trae la cena o conteste un ineludible mensaje a su amiga de Mondoñedo.
IR, con mayúsculas, al cine es una vivencia que se supone como grata y epatante. El mundo ha cambiado, pero yo no. Y sé que usted tampoco. Porque, aunque sea de trimestre en trimestre, hay que volver al terciopelo de las butacas para ver si Tarantino nos sorprende de nuevo o encontramos otro cuento la mitad de maravilloso que La La land. Porque en su día soñamos con regresar al futuro, ser tan zurdos como Íñigo Montoya, pilotar un caza como Pete Maverick o casarnos con la Maribel Verdú de Belle Epoque. La luz de las candilejas cada vez es más tenue. Todo nos llega empaquetado y listo para degustar, pero hay que recuperar la emoción por la historia que nos ofrecen. Dejarnos sorprender y obviar los adelantos. Asombrarnos, en definitiva. Hay que creer, volver a las salas aceptando que Mel Gibson sea escocés los miércoles y policía de Los Ángeles los fines de semanas, que Anthony Hopkins parezca majete aunque le pirre la casquería o que Goya tenga la cara de Paco Rabal.
Por cada plataforma a la que estamos suscritos, antes había un cine de barrio. El La Rubia o el Goya, por ejemplo, daban sesiones continuas para los que tenían una tarde de jueves aburrida. «A ver qué ponen», decías de camino a la taquilla. Y recuperabas La Bamba o Hechizo de luna. Y volvías a tu portal más feliz que Poti tras una tarde en Camarote. Ahora oteamos series a trozos, buscamos relatos de poco recorrido por el interminable catálogo al que podemos acceder… y acabamos aterrizando en esa cinta que vimos un febrero como este en el Vistarama. Y a la media hora nos damos cuenta de que el recuerdo que teníamos era bastante mejor y que los años la han tratado regular. Y entonces, sólo entonces, entendemos que aquella entrada enorme en la que nos juntábamos cientos de personas, más la emoción y la compañía, nos habían hecho creer que aquella historia marcaría nuestras vidas. Y quizá lo hizo, pero mucho menos que las enormes letras que coronaban ese cine en el que todo se olvidaba al cruzar el umbral.
Maldita nostalgia... Acéptenlo. Aquella sala merece una reseña en el callejero local. O pregunten por ahí si no me creen: el Vistarama ha unido a más parejas que Sobera en First Dates.
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