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Cada verano, la familia Vegas organiza sus vacaciones en comunidad, como muchos españolitos. Este año han decidido pasar una semana en los Países Bajos y no hay manera de que lo expliquen correctamente. Los tres herederos del legado familiar, con ocho, diez y once años, ... llevan diciendo a sus amigos que se van a Holanda desde que sus padres se lo contaron en febrero. Los adultos, en cambio, tienen un documento excel que ha elaborado Martina, la madre, en el que pone en letras gordas y coloreadas «Viaje a Países Bajos». Tras eso, cuatro páginas de itinerarios, reservas, localizadores y enlaces. Pero, claro, si el padre lleva mes y pico quejándose de que se pierde media eurocopa por ver molinos, tulipanes (pocos, a estas alturas), retablos flamencos y llamando a los lugareños naranjitos o herejes, ¿qué les vas a pedir a los chavales?
Los (múltiples) aeropuertos de la comunidad no vuelan a Ámsterdam, así que el camino por la A6 se hace ameno escuchando música, que es algo que dicen que fomenta la unión parental. Como Martina trabaja en las Cortes y sostiene que la democracia es la base de cualquier organización, incluida la doméstica, cada vez elige uno la canción. Eso conlleva que la cosa vaya de Coldplay a Queen, pasando por un muchacho que piden los jóvenes que dice, repetidamente, que «a ese culo le reza un amén». La radio se apaga y llegan la facturación, los controles y dos horas y media largas de vuelo. Jesús Mari, el papá, siempre insiste en que los listillos dicen que los viajes son cortos, pero hay que contar desde que se sale del portal hasta que se entra en el hotel. Y al alojamiento llegan bien entrada la tarde y a puntito de cerrar las cocinas de restaurantes italianos, mediterráneos u holandeses que, indefectiblemente, están regentados por turcos.
Los dos siguientes días son un sinfín de visitas turísticas durante las que aprenden del país y esquivan bicis. No en vano les advirtieron que tocan a dos y media por habitante. El placer culpable de Óscar Puente, piensa Martina mientras el guía les habla de un edificio que corresponde a la primera multinacional de la historia, la Compañía de las Indias Orientales, y expone que los neerlandeses esconden su leyenda negra mejor que Luis Piedrahita los trucos de magia. Jesús Mari reniega de lo mal que transmitimos en casa nuestros logros y lo expandidos que están nuestros fracasos (incluso los falsos), pero el amargor le dura poco porque la ruta pasa por un garito en el que ponen los últimos minutos de un apasionante Eslovaquia-Rumanía.
La ciudad tiene más mierda que la bombilla de una cuadra, pero las excusas son un argumento globalizado para echar (siempre) la culpa a los demás. Les cuentan que la urbe soporta un turismo desmesurado y que, a pesar de haber horas para sacar la basura, hay tanta que el servicio de limpieza (que pasa una vez a la semana) no da abasto. A eso le suman la cantidad de drogadictos por las calles que rebuscan entre las bolsas, los animales que se aprovechan de que estén abiertas… y ahí lo tienen. Más o menos como los plenos municipales, pero en versión de los hijos de Guillermo de Orange: el incumplimiento es de otros. Total, que entre desperdicio y desperdicio, la familia se hace la foto protocolaria frente a las Casas bailarinas y junto al río Ámstel. Los niños no dan crédito de lo torcidos que están los edificios y, a pesar de los razonamientos del cicerone sobre los cimientos, las poleas externas por las que se subían las cargas pesadas y su oposición para evitar la fuerza de los vientos en un país más liso que la melena de Kim Kardashian, comentan entre ellos que si eso estuviera en la Rondilla o junto a la Nueva Balastera todo el mundo diría que los arquitectos tuvieron un mal día.
Martina disfruta de las tres horas recorriendo el Rijksmuseum y se le hacen cortas. Jesús Mari, en cambio, se ha hecho un selfi junto a un cuadro chiquitín de Van Gogh («el de la oreja», comenta socarronamente a sus hijos con un codazo como si estos fueran de la generación que creció con los donostiarras) y pasa de largo de la exuberante «Ronda de noche» de Rembrandt. Al salir y retirarse a descansar, la mamá no puede evitar un suspiro al ver que su prole no ha emitido un quejido ante todos los planes propuestos. En cambio, si sugiere en casa acercarse al Museo Nacional de Escultura, dar un garbeo por el Palacio Real o subir a la torre catedralicia, la respuesta siempre es negativa porque «pueden ir en cualquier momento». La puerta de la habitación se abre y el televisor se enciende para ver los últimos minutos de un encuentro vacío de interés. El teléfono suena y el abuelo pregunta qué tal va la experiencia. Conversa con su hija y solicita hablar con sus nietos. Uno se está duchando tras la larga jornada y el otro mira el partido con su padre, así que le pasa con el pequeño, que suele ser el más callado. Ante la pregunta de su abuelo sobre qué tal va la cosa y qué le ha llamado la atención, el crío responde muy serio: «pues aquí, visitando el imperio». Y Martina sonríe presintiendo que hay esperanza: «lo que tiene que hacer una para no salir de Castilla».
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