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Contar esto desde mi posición de catador impenitente de tinto puede parecer entrometido, pero suelo adherirme a causas forjadas en el esfuerzo, el propósito compartido ... y, sobre todo, la esquinita débil, la del hermano pequeño y, a priori, menos agraciado.
Este prólogo viene a cuento de la celebración, la semana pasada, del noventa aniversario de la creación de un emblema del vino blanco mesetario como Cuatro Rayas. A menudo, ser un habitual del chateo le confiere un matiz poco noble, y eso en estos tiempos de Instagram, fotos tuneadas, mentira perpetua subyacente y salidas de tono para gritar más alto no «presta», que dicen por Llanes. Pero este rinconcito de La Seca abarca un amplio elenco de referencias que va desde la elaboración más simple hasta una cosa como Pisuerga de la que ya he hablado alguna vez, que se la pones a un entendido madrileño de paladar fino junto a un besugo tremendo recién comprado en La Alondra y el muchacho llora de alegría, te abraza apretando con fuerza y le da besos al camarero por el servicio.
Una cooperativa, aunque suene a comunistilla, es una asociación de gentes unidas por un bien común en la que cada decisión debe ser respaldada por sus participantes. En una época en la que amparar pasos adelante depende de egoísmos y favores debidos, encontrarse con una organización que lleva manteniendo el quorum casi un siglo no es raro: es un milagro. Y puede que la Virgen de la Paz haya hecho alguna de las suyas para que el tenderete siga en pie desde 1935, con la cantidad de familias, intereses, opciones, rumbos y malos años de cosecha que habrá sufrido. Y, con todo, ahí está. Puede que sin el fuste, la pompa y el boato de otros conglomerados más modernos y lustrosos. Pero es que esos pagos que un día unían Rodilana, Medina del Campo, Rueda y la mencionada La Seca han crecido sobre la tierra, la que mancha y envuelve a sus labradores, esos a los que los hipsters capitalinos con peinado «italian Bob» y trazas de gastroinfluencer o pseudodirigentes bebedores de espresso martini les quieren explicar pormenorizadamente lo que es sostenible, el epígrafe medioambiental y que no hay un planeta de reserva, tócate las meninges.
Enclavar, además, esta iniciativa en una zona interior y, a priori, con poco valor vacacional, otorga a ese marco, que para los turistas buscaplayas será poco amable, el matiz perfecto para una experiencia que parta de la historia, se refugie en el origen de todo –que es lo rural– y, desde ahí, despegue hasta abrazar la cultura vitivinícola en su esplendor más pistonudo. Si a los alegres ejecutivos que estuvieron en Fitur y quieren vender nuestro entorno les sirve el argumento, se lo presto, siempre que acompañen la exposición de un ambiente culinario regado, con mesura, por ese perenne amiguete embotellado y con techo de corcho.
Les prometo que en este texto no hay promoción de ningún tipo, sino un ejercicio de reconocimiento hacia aquello que nos supera y se mantiene vigente. Cada cual tiene sus preferencias en cuanto a uva, marcas y denominaciones, pero creo que es de justicia reseñar que los millones de unidades que la bodega entrega al año ponen banda sonora y fotografía a partidas de julepe, conversaciones de barra, reuniones gubernamentales, enlaces sagrados, comidas de la abuela, quedadas de veinteañeras en terraza y hasta encuentros mensuales entre columnistas con barba y canas. Ojalá conservemos este y otros empeños colectivos, y los nuevos aires traigan el mismo brío para proyectos semejantes. Porque en estos lares, en ocasiones áridos y no sólo de clima, hallar algo así parece un espejismo. O un «verdejismo», mejor dicho.
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