No conozco a Íñigo Martínez. No me cae bien. Ni mal. No sé cuál es su coeficiente intelectual ni me importa. Sé que le pega patadas a un balón lo suficientemente bien como para jugar al fútbol de manera profesional y yo la última ... vez que intenté tirar un caño me hice un esguince de segundo grado. Sé que pasa por una rotonda y le llaman tonto y payaso, y convengo en que no tiene por qué aguantarlo. Observo que el alegre y desocupado muchacho que se lo suelta —para grabarlo en vídeo y enseñárselo al resto de sus amigos eunucos mentales— cree que no se va a bajar del coche. Porque va en el sueldo y en la fama. Porque no merece la pena. Pero no, no viene en el convenio que tengas que soportar que alguien con dificultad para calcular el diez por ciento de cualquier cantidad te insulte. Ya vale, majete. Mucho «bro» al final de cada frase y mucha hombría de vivienda social, pero no durabas cuarto de hora en los Pajarillos de 1989. Sí, tú. Allí conocían el respeto. Aquello sí que era ser de barrio, chavalín. Tú eres un mentecato con los pantalones a la altura de la rabadilla y te has creído que la marca de los calzoncillos te da peso en la zona inguinal. De valentía no hablamos, porque si vas con tus colegas para registrar tu hazaña es que eres un miserias. Espero que tus padres, cuando llegues a casa, en vez de congratularse por que el adobe de su hijo haya salido en la tele, te agarren de las patillas como me cogía a mí sor Guadalupe y te hagan ver que pagar una entrada te da derecho a quejarte por el juego, a abuchear y a hacer ver tu descontento. Hasta ahí. Sin mediar provocación no cabe adentrarse en senderos personales. Y menos en el insulto.

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Insisto: yo cada quince días me trago que mi equipo no dé un puñetero centro al área en condiciones. Me desespero, me tapo los ojos, cabeceo negando como San Pedro y, quizá, pueda comentar con Peque, que para eso sufre como yo y se sienta a mi lado, lo malos que me parecen. Luego recuerdo que si yo bajase al campo y corriera un rato con ellos parecería mi tía Luci jugando al fútbol contra Beckenbauer, y se me pasa. Pero nunca, jamás, he tenido la brillante idea de ir a esperar a un jugador para insultarle por no hacer las cosas mejor o por pensar que es horroroso. Básicamente, porque Dios y mis progenitores me dieron las neuronas suficientes para saber que si yo estoy en las gradas y ellos en el campo es porque mi talento es infinitamente menor.

Entiendo la crítica, y si a Curro Romero lo han breado de almohadillas y aquí se silbó a Mendilibar, cómo no va a ser lícito enfadarse con esta cuadrilla. Y supongo que en Barcelona pasará lo mismo con el bueno de Íñigo, que cobrará un pastizal de aúpa. Pero antes de insultar gratuitamente, de modo cobardica y amparado por los amigotes comeganchitos, pones un tuit que lean tus ciento ochenta seguidores. Y como tu cuenta —desgraciadamente— es anónima y el futbolista en cuestión no tiene el equipo de investigación de Óscar Puente para saber quiénes le ponen a escurrir, lo más que te pasará es que te bloqueará, contarás tu gesta en el bar entre botellines de cerveza, te sentirás henchido de orgullo como un triste tahúr de poker que sólo va cuando lleva cartas y a seguir funcionando. Eso sí, la tontería no te la quita nadie. Si tu padre no lo hizo de una colleja cuando le contaste que habías ido a pasar la mañana a una glorieta para insultar a un deportista en vez de ayudar en el bar de tus abuelos o echar una mano en casa poniendo lavadoras o planchando la colada, lo tuyo es permanente. Todavía si hubieras estado en aquellos lejanos años noventa en Pelicano esquina Cigüeña y hubieras contado lo que ibas a hacer, alguien te hubiera explicado vía mano-moflete que antes que fuerza, arrojo y chulería hay que ser noble. Y listo. Esto último sobre todo.

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