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Cuando junio entra en materia, Susana se sumerge en una especie de limbo mental. Intenta ser aséptica, no contestar lo que el cuerpo le sugiere, no mostrarse distante pero tampoco cercana. Lo último le sale sin querer, igual que su vida se truncó un verano ... de hace años: sin querer.
Sus estíos no son iguales desde aquello. Debería estar alegre y disfrutar de las vacaciones con sus hijos, pero la cicatriz, a pesar del tiempo, se torna tierna en estos meses y no puede evitarlo. Apuraba los últimos días de su baja por maternidad cuando recibió la llamada. Aún no había ido a buscar al mayor al colegio y llevaba colgada del brazo (y casi del pecho) a la recién nacida en el momento en el que el teléfono sonó. Ese día le arrancaron el alma. Es una frase que aparece con frecuencia en las películas, pero es real. Si te comunican, con mucha delicadeza, que tu marido ha llegado al hospital en estado crítico, la cabeza deja de funcionar. Tuvo que coger una silla de la cocina y sentarse en el pasillo. Miró más por su hija que por ella misma, que se hubiera dejado caer sin esfuerzo. Después fueron llegando las noticias: que un incendio (provocado) en uno de los mayores bosques de la comunidad se había propagado rápidamente, que allí llegaron las brigadas y trabajadores forestales, que se localizó desde el aire a un grupo de personas a los que se acercaba el fuego, que Juan se encaminó al lugar a toda velocidad para sacarlos de allí y que una sucesión (desgraciada) de cambios de viento los atrapó cerrando el camino de vuelta. Desde ahí, le contaron, la heroica: las llamas, el horror y un rescate del que nadie salió indemne. Fue trasladado al hospital, junto a otros dos heridos, con quemaduras de extrema gravedad en la mitad de su cuerpo Y todo esto lo recibió sentada en el recibidor de su casa, con la cabeza apoyada en la pared —porque a cada palabra le acompañaba un peso insoportable— y con la niña en el brazo mirando a su madre sin ser consciente de que su destino acababa de cambiar.
Dos meses después ya no estaba en esa silla, sino en un funeral oscuro que se coronó con un grupo de periodistas que hacían preguntas afiladas al responsable del Centro para la defensa contra el fuego. Que si los innombrables que originan incendios, que si la culpa es de esos intereses de baja humanidad y mucho provecho económico, que si iba a liderar una ley para no sé qué… Del otro lado, los del boli y la grabadora le apretaban con la bajada de recursos y personal para estas brigadas, que si el presupuesto no era el adecuado y podría haberse evitado… Y por el medio, Susana. Con ganas de salir de allí y encontrar un asiento donde depositar toda la carga que yacía sobre su escaso metro sesenta y tres.
Nunca ha querido dar lástima desde aquella mañana, aunque sabe que la gente mira cuando pasa y derrama un saco de pena aderezado con términos como «viudita». Tenía dos vidas que sacar adelante y lo había prometido, pasara lo que pasara, junto a aquella cama que olía a fin. Se levantó y siguió con lo que le tocaba, no lo había elegido pero así son las cosas. Lo único que se concede es ser de esa manera cuando llega esta época, distante. Porque sabe que va a volver a suceder, y que volverán a brotar los heridos, las excusas y que continuarán apareciendo canallas que generen estas catástrofes. Tampoco conecta la televisión porque en julio los informativos abren con noticias similares, y eso hace que vuelva a aparecer ese relámpago, medio fantasma, que hace que cada rincón de la casa esté helado, que las orquestas suenen desafinadas y que la silla que permanece desde entonces en el pasillo siga ahí. Por si tiene flojera y debe volver a sentarse para recobrar las fuerzas.
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