Silencio
«¿Realmente hay necesidad de hablar de uno cuando alguien te cuenta sus dramas más íntimos, cuando depositan su confianza en ti para abrirse sobre aquello que les quema por dentro?»
Tenemos la mala costumbre de dar, con demasiada frecuencia, nuestra opinión. Obviamos que, a veces, todo lo que se nos pide es escuchar. Tan sencillo ... y, al tiempo, difícil en extremo. Porque tenemos una necesidad atávica de consolar o porque el bastardo de nuestro ego tiende a ponernos siempre de ejemplo, siendo la miserable argamasa de órganos que somos.
Les puedo poner un ejemplo de cada caso. En el primero, podemos acudir a los desgraciados sucesos que nuestra ciudad ha sufrido con las dos explosiones. ¿Qué queda cuando se pierde todo, cuando se evapora lo que has guardado durante una vida? ¿Cómo vuelves a mirar una foto amarillenta y devastada? ¿Cómo se vive la ausencia de aquel vestido que llevabas en vuestra primera cita, hace treinta y cinco años, y que conservabas en el armario como hacen con la piedra Rosetta en el British? ¿Cómo vuelves a confiar en la solvencia de las instalaciones? ¿Cuándo recuperas la intimidad y el reposo? ¿Cuándo, maldita sea, vuelves a dormir sin sobresaltos? La respuesta, si tienes un camión cisterna de empatía, es difusa y vaga. Porque la persona que navega por semejante pozo negro, en el fondo, sabe que no hay réplica que cure ni solucione. El tiempo lo hará. Pero comparte su miseria contigo porque necesita una mano que sostenga la suya o unos ojos que transmitan algo de paz. O quiere desahogarse, sin más. Calla y atiende. Silencio.
De la segunda actitud también tengo muestra. Imaginen que tienen dificultades o, directamente, no pueden tener hijos. Parecerá baladí, porque por ahí hay gente a la que le salen los niños como al Groove las tortillas. Pero si se dan una vuelta por cualquier ciudad, verán cómo proliferan las clínicas en las que se intenta dar solución a infinidad de parejas que sufren este problema. Pues, por ir al grano, hay canallas vestidos de cultos que, enseguida, te dicen que hay algo que estás haciendo mal. Y, a continuación, te cuentan, porque es muy interesante para ellos y para su reverendísima madre, que tuvieron a Manolín, el del flequillo, al primer intento porque hicieron la dieta del cucurucho, o comieron nueces el primer día del ciclo, o bebieron cinco litros de zarzaparrilla durante una semana o, mi favorito, que a la primera metieron al zorro en el gallinero —mientras él le guiña el ojo a ella y esta, zalamera, da un codazo cariñoso a su semental—. Precioso, ¿verdad? ¿Realmente hay necesidad de hablar de uno cuando alguien te cuenta sus dramas más íntimos, cuando depositan su confianza en ti para abrirse sobre aquello que les quema por dentro? ¿En serio?
Insisto, y espero que se me entienda. Muchas veces se buscará un consejo o una explicación. Pero las más, muy posiblemente, se desee un abrazo, una charla con licor delante o, sin otra intención, un rato en el que esas palabras que verbalizan lo que tanto daño hace se escapen silbando y haciendo la carga menos pesada. Silencio.
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