Lucrecia, la profe, me decía el otro día que las calles, por mucho que las limpien, corren llenas de estiércol. Y no es porque estén abonando, qué va. Se debe a que sale una canaleta sucia de los edificios que, supuestamente, deberían emitir calma, rigor ... y prudencia. Y tamaña mierda va contaminando el resto de la ciudad. El problema está en que mi primo Paco, que vive dos comunidades autónomas más allá, cuenta que en su municipio pasa lo mismo.
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Lucrecia da clase de esa nueva asignatura llamada «Valores sociales y cívicos». Días atrás relataba, cariacontecida, que en una unidad (lo que antes llamábamos «tema» y ahora, rimbombantemente, denominan «situación de aprendizaje») se cuestionaba a los alumnos sobre cómo sabían si algo era bueno o malo; acerca de su concepto ético, en definitiva. La chavalada, inocente a más no poder, definía lo bueno como aquello que habían recibido como tal de su educación familiar, o lo que en sociedad se aceptaba de ese modo. Al día siguiente, ese curso fue a visitar las instalaciones del periódico que sujetan entre sus manos. Y comentaba la docente cómo iban cambiando los semblantes de los niños mientras el director del diario hablaba e iban sucediéndose imágenes de la clase política señalando, vociferando, con poses más acordes al juicio de algún mortífago en los libros de Harry Potter que al diálogo en pos de un futuro mejor que se les supone a nuestros representantes.
Poco después, un alumno, ante el vídeo que aparecía en la pantalla de alguien con corbata y cara de pocos amigos, señaló que parecía una verdulera. En estos tiempos de piel fina y ofensa permanente, alguna compañera le apuntó que sería un verdulero. Lucrecia, presta a quitar hierro, explicó ante todos que el término venía de las mujeres que hace muchos años vendían fruta y verdura gritando en la plaza para llamar la atención de los clientes. Pero en la pausa de la visita, un par de periodistas que por allí pasaban abundaron en la precisión del chico.
La maestra subió al autocar y durante el regreso sólo pudo pensar en que estamos rodeados de voceras. Que nadie da su brazo a torcer por el entendimiento, que se busca la provocación para tener una grabación del rival perdiendo los papeles durante varios segundos. Y, la pobre, se preguntaba cuál era su papel en todo esto. Cómo puede luchar contra ese ejemplo infantil e indecente que aparece en las casas de sus alumnos de continuo a través de las noticias. De qué sirve tener una asignatura así si los que la han urdido se pasan sus preceptos por donde Miriam Nogueras se pasa la ley.
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Días más tarde, una niña le contó que su padre y su tío habían discutido durante una comida familiar en casa, que uno abandonó la mesa sin despedirse y el otro había chillado mil improperios a la televisión, avergonzado y lleno de rabia a la vez. Y le preguntaba que quién tenía razón. Y ahí estaba ella, parapetada tras la mesa y con ganas de decir que daba igual quién triunfase en aquella polémica, pero que la culpa la tenían los del atril.
Lucrecia hoy tiene que preparar recursos para sus alumnos y ganas le dan de parafrasear aquella peli de los ochenta llamada Top Gun, y poner unas imágenes de los políticos patrios con un letrero que diga «su ego extiende cheques que pagamos los demás». Pero el director del cole tiende a ser comedido y ella a hacerle caso. Además, «ninguno de estos pazguatos le llega a Tom Cruise a la suela de las alzas», se dice mientras mira de reojo la carpeta de sus años universitarios. Valora, en cambio, poner a su grupo el momento en el que Gregg Popovich, entrenador de la NBA, se plantó frente a veinte mil espectadores y pidió al público que dejase de abuchear a un jugador rival. A sus casi setenta y cinco años habrá perdido pelo, pero ni un ápice de integridad y respeto. Y eso, piensa Lucrecia, sí es un modelo de algo bueno. Se le ocurre, por si acaso, tener de reserva una pieza en la que José Andrés, consumado y famoso cocinero, decide poner en peligro su pellejo llevando comida a las zonas de Ucrania con guerra más cruenta. No hay mayor bondad que la desinteresada.
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Y piensa que, al final, los parlanchines que se braman unos a otros lo que tienen es miedo. Miedo de ser desalojados por no despertar en los viandantes esa ira de la que ellos viven. Y empieza a escribir, mecánicamente, una carta a las autoridades que empieza por «son ustedes una vergüenza para aquellos que nos dedicamos a enseñar». El bolígrafo resbala con fluidez sobre el folio y los pensamientos se agolpan en su cabeza. Como no quiere extenderse y duda que vaya a servir para algo, rubrica la misiva con este párrafo: «¡Vaya con mi generación, los que lo hemos tenido todo y presumimos de estar excelentemente formados! Qué quieren que les diga, forman el linaje político más deficiente de los últimos cincuenta años, señorías. Con creces. Generan ustedes, con sus bravuconadas e insultos, una guirnalda de pena y desencuentro que se traslada a las calles. Ustedes no debaten, viven de la contienda y el enfrentamiento visceral. No dialogan y no exponen nada. Se agarran a una bola de cañón y van con ella donde caiga. Y esa no es su función. Tengo veinticinco personitas en un aula esperando que les dé esperanza y les hable de principios. Y resulta que, a apenas unos kilómetros, donde debería estar la casa que cuide de nuestro bienestar, sólo hay un mercado virulento en el que el del pescado y la de la fruta luchan por desgañitarse más que el otro para captar nuestra atención. Y no entienden que, si se dejasen el turno de vez en cuando, es posible que comprásemos algo en ambos puestos».
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