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En la época de las Aitanas, Danielas, Lucías, y en la que se pasa lista a Martines, Beltranes y demás nombres de diferente calado, hablar ... de un Cipriano chirría. Elecciones extrañas propias de la Castilla profunda o herencias del santoral, dirán los adalides de lo gourmet y el buen vivir. Pero no.
El asunto tiene historia. Una bastante curiosa que abre y cierra ciclos. Y con el permiso de quien lea estas letras, me dispongo a amenizarle el cuarto café con porras de la semana poniéndole en situación.
Hubo una vez un tal Matías Niño, natural de Encinas de Esgueva y comercial de profesión. Poseía, por lo visto, cierto don artístico. Más para la actuación que para el bel canto. El bueno de Matías, en plena posguerra, se enroló junto a su mujer y otros tantos (una joven Lola Herrera entre ellos) en un grupo de teatro radiofónico en la E.A.J.-47, el germen de la actual emisora vallisoletana de la Cadena SER.
La actividad teatral fue creciendo a la vez que la familia y las obligaciones. Así que, de las ondas, Matías, migró a las tablas. De aquellas, lo de ser actor, aunque fuera a ratos, estaba tan mal visto como meter la mano en el cajón.
Uno no confiaba en alguien que se ganaba la vida mintiendo, aunque fuera en escena (ahora, los hay que no dicen una verdad completa y tienen fieles y ciegos seguidores de chanzas y comentarios, tanto sutiles como gruesos. Los tiempos, que cambian). Para evitar la ruina sin abandonar su pasión, decidió que, entre bambalinas, su alias sería Iván Chico. El nombre, por un conde. El apellido no necesita de explicación.
A lo que vamos: años después, la SER volvió a tocar a su puerta. Que si quería hacer una cosita relacionada con su ciudad, con esa Valladolid que había sido el escenario vívido de sus andanzas, circunstancias y retos. Por supuesto,
Matías dijo sí como las enamoradas a sus pretendientes, como una niña bien cuando la ronda un tuno que ha repetido tres veces 4.º de Derecho. Cuando pensaron en cómo bautizar al personaje radiofónico, creyeron que la rima haría gracia. Y como las moralejas y verdades que soltaba en antena le hacían ser un buen vallisoletano, concluyeron que la personalidad que hablase al micro fuera el señor Cipriano.
De aquellos barros, estos lodos.
No deja de ser justicia poética para él, que perdió la voz por una desgraciada enfermedad, que su nieto herede aquel 'alter ego' a través de estas páginas.
Desde hoy, y cada semana, esta tribuna glosará aciertos y catástrofes de la ciudad que nos da cobijo, desorden y alegría. Quizá tengan cierto espacio aquí los puentes, leones, carneros o bustos (en masculino) que pueblan y jalonan las mismas calles que, en su día, transitaron cabezas mucho mejor amuebladas que las de este que se expone a partir de la presente. Hablaremos de Papas uruguayos (si procede), de que es difícil comer mal en estos barrios (pero ocurre), de conciertos en septiembre (dando igual quien ostente el bastón) y de cine (en caso de que lleguemos a octubre).
No diré aquello de estar a la altura de los que me precedieron, porque las miras y límites dependen de juicios personales. Con quedarme al ras, me vale. Pero prometo defender esta pequeña esquina de opinión como antes lo hicieron ellos.
Se despide, sombrero en mano, el señor Cipriano. Otra vez, y por suerte, un buen vallisoletano.
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