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Llega noviembre y recorre mi cuerpo un remusguillo agorero, pero para bien. Un amigo dice que este mes es el más infame del calendario. Que tiene menos gracia que un milenial imitando a Chiquito de la Calzada. Y yo le perdono, le dejo que se ... acurruque en un mullido sofá, abrace un cojín y que llore como los ofendiditos de las redes cuando alguien les revela que el mundo no está pendiente de las menudencias que publican en lo que antes era Twitter.
Había una película de Charlize Theron y Keanu Reeves que se llamaba 'Noviembre dulc'e. Si la ven hasta el final, es posible que acaben siendo diabéticos por semejante «pastelón». Les evito la sobredosis de azúcar y me quedo con el nombre, pues, desde hace días, las pastelerías de la ciudad se llenan de buñuelos de viento. Chúpate esa, Puigdemont. Toda España unida por el amor a esta masa frita rellena de crema o nata (déjense de inventos chabacanos y globalizadores como meterles trufa). Curiosamente, este pastel azucarado podría representar el concepto actual de lo que se supone que debe ser el bienestar: un producto redondo en el más amplio sentido de la palabra, ungido con aceite (que, en este momento, es como bañarlo en oro líquido) y hueco por dentro, como las vidas de aquellos que muestran en Instagram lo felices que son y lo rubios que les han quedado los hijos. Además, como soy un glotón, me salto la disquisición moral y el proverbial Danacol y me atiborro en Maro Valles de un kilo y pico variados. Para un capricho, dicen.
La otra pata de este caballete son los huesos de santo. La yema, el praliné y el mazapán se hacen con las riendas de tus momentos entre horas y terminas a medio mes que no sabes si inmolarte ya de cara a las navidades y dar por perdido lo de abrocharte ese lejano agujero del cinturón, o recluirte en la Buchinger a pasar el mono y los sudores fríos bebiendo tisanas de alcachofa y menta con un toque de jengibre.
La tentación vive en cada esquina, no se engañen. Y para vencerla hay que ser extremadamente fuerte o decir eso tan vulgar y altanero de «a mí es que el dulce, ni fu ni fa». Venga, hombre. Sinvergüenza. Desalmado. Facha. Decir que no a esos huesitos con sus ochocientas calorías de puro néctar por unidad... Tengo un primo que los engulle como los forofos hacen con las pipas en Tribuna B. Y, cuando fulmina la bandeja tras un trabajo fino y delicado de cata, le invade una sensación de felicidad y un soporcillo siestero que no deja lugar a la duda: que viva noviembre.
Para colmar las expectativas, resulta que Zorrilla, José, enmarcó el último acto de su obra inmortal en el día de Todos los Santos (el siguiente a Halloween, para los hijos de las dos últimas leyes educativas). Y en estas fechas siempre podemos encontrar una representación en la que Don Juan prometa hacer pagar caros los gritos de los que le molestan en la Hostería del Laurel. Hacemos gala de estar orgullosos de nuestro paisano, pero más de cien lectores no habrán visto en su vida al Tenorio cortejar a Inés o provocar a Luis Mejía. No conoce la literatura galán más altivo y chulo, ríanse de algunos alcaldes. Así que, si quieren subsanar tan craso error, la asociación Amigos del Teatro de Valladolid pone a su alcance (si han tenido previsión o quedan entradas) su habitual aclamación al personaje.
No me digan que no hay una ristra de oportunidades para su goce y disfrute en estos días otoñales. Y, quién sabe, quizá, al salir del teatro de la Plaza Mayor, sufran un arrebato bravucón y valoren que las hazañas amorosas de Don Juan Tenorio dejan en enaguas de mercadillo las que proclaman, en los 40 Principales, los reguetoneros de hoy en día. A ver si alguno de ellos, pobrecicos, se atreve a decir con tanta clase y, a la vez, desdén aquello de que únicamente necesitaba un día para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. Un macarra en toda regla, sí, pero leído. Sólo le faltó medirse en duelo después de jalarse ocho o nueve buñuelos.
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