
Les diría, para comenzar, que ojalá nunca pasen un rato en una de ellas, pero tengo la sensación de que por una u otra razón ... terminarán cayendo, en varios momentos de sus vidas, en la sala de espera de algún hospital. Y son un ecosistema curioso. Y más aún, en verano. A veces, podríamos decir, que uno se siente como si Dante hubiera descrito un décimo círculo del infierno en su Divina Comedia y correspondiese a esa zona de Urgencias donde se amontona gente de diferente índole, condición y, sobre todo, necesidad.
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Recapitulemos y pongamos orden: uno no va a una clínica por gusto, o así lo entendía yo. Acude por una dolencia, un remusguillo o porque el reloj interno no termina de marcar las horas en punto. Si la cosa se manifiesta abruptamente, se desvía por una puerta lateral y tamborilea impaciente en el mostrador sanitario para cuestiones apremiantes. Allí manifiesta lo perentorio de lo que le aqueja… y ahí comienza la columna de hoy.
Enmarquen la experiencia en nuestro Río Hortega, Clínico o un escenario parecido para ponerse en situación. Pónganle un calor externo de esos de agosto con olas saharianas. El paciente entra en el «taller» y usted aguanta pacientemente (no le queda otra) hasta que le den información de su progreso. No se lleva usted libro para pasar el rato porque, matiz importante, no estaban preparados. ¡Es una urgencia! Pues bien, existe gente que va más pertrechada que a una expedición por el Everest. Llevan libros electrónicos, chaquetilla por si el aire acondicionado está fuerte, agua en termo —que no se calienta— y unas almendras para un porsiacaso. Me da la impresión de que hay quien va a Urgencias a pasar la tarde, como el que se tira en primavera a leer en las Moreras, pero con un altavoz que cada dos minutos dice un nombre al azar acompañado de un número de puerta. Ya hay que tener ganas.
Esta gente experimentada, por decir algo positivo, es la que suele avisar cuando, presa de la impaciencia y notando cierto sopor al llevar al quite hora y media, acudes a la máquina de café. Y te advierten del riesgo. Pero tú, luchando a brazo partido contra el cansancio, la tensión y el sueño, agradeces el consejo y sacas uno solo. A los cinco minutos, enfilas el camino hacia los baños porque sientes en tu interior una turbina reactora que te está haciendo un lavado de estómago y dejando los intestinos para estrenar. Sobra decir que abandonas el aseo como si fuera Fukushima.
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Suele darse también que en las salas de espera, como en todos los sitios, aparece algún maleducado con mención de honor que se figura que las normas se hicieron para los demás y que ellos, cual rey absolutista, tienen bula. Son los que cuando leen eso de «espacio de salud, espacio de respeto» hacen la rima y se ríen escandalosamente, despertando a la pobre chica de tres asientos más allá que ha entrado sollozando por su madre. Pero, claro: qué más les da a ellos. Hablan a gritos, contestan al teléfono, ven vídeos con el volumen al límite y dejan ese sonidito mefistofélico al pulsar las teclas. Normalmente, son los canallas que aparecen allí porque les parece que el corazón palpita de más o alguna pijada similar. Que, oye, a cada uno le duele lo suyo y puede temer por su gravedad, pero si entras en Urgencias entre carcajadas, comentando anécdotas, comprando patatas en los dispensadores de aperitivos y comiéndote a besos con tu pareja, quizá —sólo quizá— merezcas que se te aplique aquello de reservar el derecho de admisión. Eso o astillas incandescentes en las uñas.
Si, por desgracia, usted pasa más horas de la media, observará que se dan casos dignos del foro más chusco de Internet. Hace un mes, estuve en ese trance dos días. Y lo más llamativo que me encontré fue un caballero que acudió abrasadito de arriba a abajo, y no precisamente por tomar el sol en la pseudoplaya pisuergana. Se había quemado el frente entero, de cuello a rodillas, con aceite mientras cocinaba. La primera pregunta sería que quién entra a los fogones como a una playa nudista. Una vez superada la grima, uno se fija en que el individuo aparece con una toalla minúscula, ínfima, inapreciable, que no deja nada a la imaginación. Todo certezas. Y entendiendo que cualquier prenda provocará un escozor sobre la piel ardiente, pero que no puede llegar al hospital como los bebés recién nacidos, ¿por qué opta por semejante trapito? Una sábana, un albornoz, un pantalón pijamero vaporoso… No sé.
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De verdad, seamos consecuentes. Luego nos quejamos del colapso del servicio, y no creo que ese sea el problema. Lo usamos mal, a destiempo y, encima, enarbolamos la bandera del derecho adquirido a que se nos atienda. Un poquito de coherencia. En la era del ibuprofeno para todo, yo prefiero tomarme un tinto de verano en cualquier terraza del Paseo de Zorrilla que pasar medio día quejándome para que me den palique. Ahora es cuando me ponen a escurrir, así que, miren, hagan lo que quieran, pero al menos no cocinen en bolas.
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