Siempre he tenido la sensación de que, en junio, las tardes ejercen un efecto de freno y aminoran los ritmos y cadencias de los ciudadanos. El sol se queda colgando como una longaniza de pueblo y baja lo justo para que se impregne todo de ... una luz templada, como de cuadro vívido en el que te quedarías a tomarte un par de cervezas. En Manhattan miran esa estampa en julio, pero entre los edificios y los dos millones de personas con teléfono ultramoderno que se empujan apresurados por captar la instantánea, me quedo con lo que hay aquí. Te ubicas en la esquina de San Benito y miras hacia Poniente, ahora que se puede y todavía no está cubierto de andamiaje o lo que sea que vayan a poner. Y por ahí se cuela ese efecto cálido. Acto seguido, en mi caso, enfilo la cuesta dejando al lado el Mercado del Val para ir a un recado. Una amiga se casa y quiere garantizarse el tiempo (meteorológico). Yo creo que el único que se lo aseguró fui yo, que me casé en diciembre y todo el mundo sabía que tenía que llevar abrigos como si acompañasen una expedición de Amundsen, pero todo sea por que no llueva. Así que cambio puesta de sol por paseíto hasta el convento de Santa Isabel. Aunque no lleven Clarisas de primer apellido, son primas hermanas, y he pensando que con la que tienen armada en Belorado como para molestar pidiendo unas oraciones de andar por casa. Al fin y al cabo, estas también tienen línea directa para trasladar el mensaje y, lo que es peor, venden unos ochos de chocolate que parecen la cabeza de Rompetechos.
Publicidad
Abandono el lugar con una bolsa repleta de calorías, algún remordimiento y bajando por la calle que limita el instituto Núñez de Arce. Mientras lo hago, contemplo a unas parejitas de imberbes muchachuelos apretándose un tinto con limón en la terraza del Panoramix. Podría decir que me veo a mí hace treinta años, pero yo no llevaba ese peinado ni sabía lo que eran unos pantalones Cargo, gracias a Dios. Eso sí, en lo demás, idéntico. Es maravilloso ver cómo, con cada beso, destilan seguridad pensando que van a estar juntos para los restos, aunque lo más probable es que no lleguen al concierto de Mika de septiembre. Ese realismo, un poco amargo, lo da la edad. Los miro y recuerdo todos los amores de verano que han acabado con una escena parecida. Quizá sea la influencia de 'Verano azul' y el Dúo Dinámico diciendo que se acaba agosto y ella partirá, pero todos nos hemos comido alguna noche de julio vestida por la garganta de Rubén Pozo cantando que está lloviendo, aunque fuera cayeran treinta y dos grados.
Hablando de comer: cojo un pedacito de ocho y deduzco que, para provenir del sector luminoso, tiene mucho más que ver con un pecado. ¡Jesús! Mi siguiente parada es una finca de bodas cercana, y no se van a creer el encargo. Como supersticiosos no somos, pero haber brujas, haylas, mi esposa tiene un truco probado varias veces. Lean, y les aseguro que no estoy borracho: tengo que llegar al lugar y clavar un cuchillo en la tierra. ¿Se acuerdan de cuando una amiga de su abuela con verrugas en la frente les quitaba los clavos con un apretón de manos? Pues lo mismo, pero versión inoxidable. Ustedes dirán que son leyendas y cuentos de viejas, pero no hace mucho mi mujer hizo el mismo conjuro con otra conocida y no solo no cayó una gota, sino que olvidó recogerlo y pasaron tres meses hasta que volvió al sitio y encontró el cuchillo entre la maleza que había crecido. Estaban ya los agricultores a punto de tirar al santo por el barranco, no les digo más. Así que si usan este apaño para algún trance, acuérdense de quitarlo al día siguiente, que eso sí que lo carga el diablo y no los ochos.
Se supone que con estos quehaceres acaba mi ronda, así que vuelvo a la ciudad y espero a mi señora en una terraza con un Pétalos del Bierzo de primera división, como el Pucelilla. En lo que llega, pienso en el enlace venidero y rezo, como las Claras, para que no me toque una mesa de esas en las que se canta. La última vez estuvieron media cena con que bailara la «pelusa». Yo pensé que a alguna invitada le decían así, y cuando llegó mi turno me vi obligado a seguir el juego y gritar desaforadamente lo de «pelusa por delante y pelusa por detrás». Al momento, un amigo me indicó que lo que se bailaba era la «medusa», y desde entonces no he vuelto a quedar con los novios de aquella funesta tarde. Borro el asunto de mi memoria y veo que mi rutilante consorte se acerca. Que siga conmigo tras aquella imagen es un milagro, casi como lo del cuchillo, o como que las monjitas consigan que se vayan las nubes o que podamos disfrutar de esta tarde y sus colores. Chico, y del ocho. Qué maravilla.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.