Luisete conduce desde hace diecisiete largos años el 9 que para cerca de mi casa. La barriga le encaja con cierta estrechez en la cabina, ... pero el fenómeno maneja el volante con la misma soltura que Yerai Cortés la guitarra. Hace un par de veranos me reconoció al subir por esa foto chiquitita que acompaña este artículo y, desde entonces, hemos trabado cierta amistad. Él me cuenta cosillas que ve en su turno y yo le prometo, con los dedos cruzados, que no daré su nombre. Hasta hoy he cumplido, pero hasta aquí llegó mi juramento. Compréndelo, Luisín, es por un buen pretexto.
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Dice que hace poco montó un chaval a eso de las nueve de la noche. El coche iba casi vacío y su conversación telefónica se oía por encima del motor. Hablaba desecho, ahogado, desesperado en su palabra pero firme en su tono. Eso es lo que más le sobrecogió hasta que, saliendo de una parada en Doctor Villacián, escuchó claramente que quería quitarse de en medio. Luisete frenó con más brusquedad de la acostumbrada y le dio una voz. Le preguntó si necesitaba ayuda, si estaba bien, y cuenta que el chico le dirigió, desde esa capucha juvenil que todos los adolescentes llevan ahora ocultando sus ojos, la mirada más triste y turbadora que recuerda. En el siguiente alto se apeó a gran velocidad dejando al conductor angustiado y dudando si avisar a las autoridades. Pero, ¿de qué? ¿De una charla privada? ¿De una frase sin contexto? ¿De una intuición? Luisete me cascó el tema delante de un café y le temblaban las manos contándolo.
Cuando caminaba de vuelta no tenía claro por qué un suceso tan inocuo, aparentemente, había desajustado hasta tal punto a un tipo hecho y derecho. Pero claro, si uno se da una vuelta por Internet empieza a entender. En primer lugar, ni él ni yo estamos acostumbrados a enfrentarnos a una situación que pueda dar lugar a un intento de suicidio. ¿Era real? ¿Un ataque de celos? ¿Una llamada de atención? ¿Cómo se reacciona ante la duda y, lo que es peor, la posibilidad de que algo definitivo ocurra?
Como contaba, mi garbeo digital dio varios resultados. Para empezar, eso que tan terrible y lejano nos parece a los ciudadanos medios, esa cifra que se traduce en nuestras entendederas como «qué pasa por una cabeza para querer acabar con todo», esa locura, a fin de cuentas, es el mayor motivo de muerte en Europa para menores de treinta años por delante de accidentes y enfermedades. Asusta, ¿eh? Pues no se tapen todavía: en Castilla y León hay cerca de doscientos fallecimientos por esta causa al año. En Valladolid, más de mil en este avanzado y pujante siglo XXI. Recuperen el resuello mientras yo trato de encajar las piezas de por qué en una sociedad plenamente avanzada, informada y comunicada globalmente hay doscientas personas a provincia y media de distancia que se sienten solas, abandonadas o creen que no merece la pena seguir viviendo, superando dificultades, viendo amaneceres y tomando vinos con los amigos. Seguro que habrá algún ilustrado que sentenciará con un categórico «que les lleven a la planta de oncología y vean lo que es estar mal de verdad». Pero claro, este fenómeno no afina sus meninges, no le da para apreciar que estos de los que hablamos ya están malos de verdad. De la buena, de la que ha perdido toda esperanza y fe. La salud mental es ese buque de proa afilada que intenta hacerse sitio en importancia y razón de cuidado. A veces, buscamos orígenes externos y otras hallamos consecuencias internas. Estar triste, que es lo que (a veces) se aprecia, sólo es una sombra de lo que puede ocurrir. Yo cuando estaba triste me ponía canciones de Smashing Pumpkins, pero esto no se cura con música.
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Parece increíble que tanto tiempo después de que Plauto y Hobbes lo advirtieran, el hombre siga siendo un lobo para el hombre. Sólo espero que ese chaval de la línea 9 corriese lo suficiente para librarse de sus propias fauces.
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