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Berta tiene un cacao mental de no te menees. Casi no habían dado las vacaciones el viernes y ya estaba montada en el coche camino ... de Saldaña con sus padres y su hermano mayor. Iván cumple dieciocho años y acude a celebrar los «quintos» con sus amigos de verano. En el maletero va el traje que utilizó en su primer cotillón (y el último, escuchó decir a su madre, ya que regresó a casa como un volquete), una pajarita roja absolutamente reprobable y unas zapatillas de deporte blancas que casan con el resto de la vestimenta como un manual del celibato con un antiguo ministro del gobierno. Su padre le ha dicho tres veces que cuidadito con cómo vuelve y que tiene que saludar a su abuela antes de irse de picos pardos. El chaval, que escogió una talla de americana más apretada que los atavíos de cualquier invitado telecinquero, asiente con la cabeza sin dar mucha importancia a las órdenes recibidas. Sólo atiende cuando escucha, llegando a su destino, que «de eso depende lo de ir la semana que viene a las puestas de largo o no». Resulta que la agenda de Iván tiene más citas que la de un concejal en Semana Santa. Ahora la juventud ha decidido heredar la tradición hispana de cambio de niña a mujer o la de los altos estratos sociales de presentar en sociedad con las mejores galas a los mayores de edad. Con todo eso, han hecho un megamix consistente en volver a emperifollarse como si fuera Nochevieja y hacer una mísera barrilada. Para sus padres es una horterada, para Berta —que baila al son de los eventos de su hermano— es un fastidio. Pero para Iván es otra oportunidad de lucir palmito en el mejor año de su vida.
Total, que ha sido llegar al pueblo, descargar cuatro cosillas y que el chico, previo ósculo abuelil, haya salido pitando con el resto de galanes y damas. Berta ha sido previsora a sus seis años y ha llevado un plumier llenito de rotuladores. Su abuela Asun ha preparado una cena tremebunda. Como final del opíparo menú, se encuentran una fuente de torrijas descomunal. La niña se queda mirando esperando la aprobación de sus padres, que le llevan dando una chaqueta importante dos cursos con lo de tener cuidado con los postres y racionar el azúcar, pero ve que su progenitor engulle una de un bocado mientras sujeta otra con dos dedos. La cabeza de Berta no sabe a qué carta quedarse, como cuando le dicen que los viernes de Cuaresma hay que comer pescado, no sé qué del ayuno y hoy había comida encima de la mesa como para atiborrar a los concursantes de seis ediciones de Supervivientes. Adultos…
El Domingo de Ramos de Iván transcurrió entre oscuridad y mantas. El de su hermana consistió en acompañar a su abuela a ver a la Borriquilla, a sus padres en el vermut y ver «Rey de Reyes» durante toda la tarde. Preguntó en un par de ocasiones si esa película no se acababa nunca, pero su abuela le respondió con lo guapa que estaba Carmen Sevilla de la Magdalena. Berta se encogió de hombros. A la mañana siguiente, la familia tomó rumbo a Valladolid de nuevo. El joven se pasó la hora y veinte de camino chateando por el móvil sin descanso mientras el resto de la familia charlaba sobre las procesiones que verían el resto de la semana. La pequeña tenía bastante curiosidad por todos los tejemanejes relacionados, por qué había capirotes de colores y por qué, si todos estaban tristes por la tunda que le estaban dando a Jesús, la gente se iba a tomar un vinito tras el desfile de cada cofradía. Mamá le atusó la cabeza y el viaje siguió su curso.
El Jueves Santo, Berta se vistió de fiesta. Era ya tarde cuando salieron de casa y la ciudad bullía de gente yendo y viniendo. Le sorprendió que hubiera mucho silencio y que, a cada paso que se alzaba al frente de una comitiva, decenas de personas se emocionasen e, incluso, les cayera una lagrimilla. De vuelta a casa, y ya muy tarde para sus horarios, la niña vio un grupo de adolescentes con poca pinta de haber estado en los oficios. No dijo nada, pero pensó que, como su hermano, serían los quintos de este año dando rienda suelta a su celebración. O quizá hubieran estado en una puesta de largo como esas de las que habían hablado, aunque los pantalones les queden más tobilleros que largos a todos. Lo que Berta tenía claro es que aquella panda de chavales iba a echar de menos al llegar a casa tener a mano una bandeja de torrijas como la de su abuela.
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