Angelín, como le llamó toda su vida su abuela, llega apurado a Chamartín, pero llega. Enseña el billete y le dan la bienvenida a la estación. No puede dejar de pensar que se nos está yendo de las manos el tema de los nombres para ... conceder honores a mansalva. A Atocha le han puesto Almudena Grandes y a esta la han apellidado Clara Campoamor. Sonríe mientras espera que, en setenta años, no se les ocurra seguir añadiendo a personas ilustres y la de Valladolid acabe con algo como Estación Campo Grande-Concha Velasco-Candeal.
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Coloca la maleta y busca su plaza. Agradece a Dios que el hilo musical sea difícilmente audible. Para compensar, los hijos de la pareja de los asientos 23 P y 24 V están ejecutando una especie de baile tribal en el vagón. La vecina de viaje de Angelín mira con terror a los tiernos infantes, temerosa de que decidan utilizarla como una suerte de tótem indio. Dos filas más atrás, un caballero de edad avanzada y su esposa intentan –infructuosamente– hacer una videollamada a sus nietos repitiendo como seis veces eso de «mándales un beso a los abuelos, cariño» a una pantalla apagada. Y se ponen en marcha.
La travesía discurre sin incidentes, que en estos tiempos ya es algo interesante. No hay camorristas hostigando a pasajeros ni retrasos con los que el ministerio del ramo tenga nada que ver. Mirando a su alrededor, le queda claro que el eslogan de El Almendro sigue teniendo vigencia. Todos, absolutamente todos, vuelven a casa por Navidad. El reloj digital de encima de la puerta les indica que apenas quedan cuarenta y cinco minutos para alcanzar la vetusta estación de tren vallisoletana, esa que van a remozar, meter bajo tierra o, muy probablemente, dejar como está pero con una mano de pintura y un par de bancos (de los de sentarse).
Angelín no es una persona nostálgica y reniega de la melancolía barata, pero allí nació, en un viejo (entonces no lo sería tanto) hospital provincial. Recuerda, moviendo los ojos, que también allí, en un colegio de verjas azules y blancas, hizo sus primeros y últimos pinitos en la actuación con una serie de festivales invernales de dudoso éxito. Las madres solían hacer cola en la puerta del polideportivo, se sentaban en unos asientos gélidos e incómodos y aplaudían con fervor cuando salían a hacer una coreografía de un nivel más que discutible. Chasquea la lengua y agradece que el progreso no hubiera inventado los teléfonos multimedia de aquellas, o su imagen profesional actual podría recibir un duro golpe.
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El revisor pasa presuroso cruzando el pasillo porque unos chavales universitarios están improvisando un botellón cervecil en el coche delantero al suyo. Mira hacia la puerta corredera recordando que hace eones fue uno de ellos; salía de clase con su gorro cutre de Papá Noel comprado en un Todo a 100 (cuando las cosas prescindibles costaban veinte duros y no había un bazar en cada esquina), brindaban con un cava cochambroso llamado Dubois y no necesitaban ningún muérdago para besar a las chicas.
Observa que ya han dejado Segovia atrás y saca de la bolsa que porta un par de muñecos cascanueces que ha comprado en Salzburgo. Eva los adora y él mantiene que las costumbres de familia se conservan suceda lo que suceda. Ya tiene al menos veintisiete figuritas y espera seguir aumentando la colección. Suena su móvil y ve en la pantalla un mensaje que manda un usuario llamado «Mamá». Están esperando en la estación. No quiere imaginar cómo habrá dejado el coche con esa entrada infame que nadie se decide a arreglar. Y reniega al entender que, como ese acceso pertenece a esta España vaciada que no dispone de siete asientos en el Congreso para apretar el botón que corresponda a cambio de ciertas prebendas, así andan: con un atasco de mil demonios en una entrada de carril único donde conviven los coches que van a recoger a los viajeros, los taxis para los que no consiguieron que nadie fuera a buscarles y los vehículos de alquiler que reservaron otros. Todo ok, José Luis. O Jesús Julio. U Óscar.
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Los altavoces resuenan anunciando la llegada y los cagaprisillas se amontonan junto a la puerta, aunque ni siquiera hayan parado. Se figura que tendrán interés en salir en el informativo de La 8, en ese reportaje recurrente sobre los que dejan la megalópolis en busca del calor del hogar primigenio y el turrón de Suchard. Y espera que alguno de los entrevistados conteste que sí, que a pasar unos días en casa de los padres, pero que se cisca en la publi nacional y que él prefiere ir a la tienda de Dulces Galicia de la Plaza Mayor a por los clásicos polvorones, a Iborra a por la Torta Imperial o a Belaria a pillar un par de roscones en cuanto el embotellamiento de salida se lo permita.
Baja la maleta y, con ella, varios obsequios ocultos en el interior de un bolso de viaje. El andén está repleto y la marquesina muestra cabezas que vigilan el desembarco. Cruza hasta el vestíbulo y allí le espera una niña rubia con dos grandes coletas y una sonrisa del tamaño del edificio Duque de Lerma. Al verlo, corre hacia él como corren los que no tienen miedo ni equilibrio en su centro de gravedad, lo que hace que casi se empotre contra la mampara del kiosco. Cuando la abraza, el calor desempolva para qué han servido todos los sacrificios, los trayectos de ida y vuelta, la ayuda de mamá y los meses de vaivenes familiares. Todo eso les ha traído aquí, a este diciembre agreste en el que las piezas encajan, en el que irán al Calderón a ver el ballet que tiene esa característica partitura de Chaikovski, a una semana en la que recogerá el lechazo que su padre habrá encargado en Tordera (pequeñito, churro); a esas tardes en las que se montarán en el atestado tiovivo de enfrente del ayuntamiento o se pelearán por cuatro caramelos con los husmias que van con el paraguas del revés a la cabalgata.
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Porque la Carey lo dice y Angelín lo suscribe: todo lo que quiere para Navidad es estar junto a ese pequeño terremoto con coloretes y esa pareja de señores mayores que recibirán una corbata y un par de entradas para el teatro como agradecimiento por tanto interés y cariño. Y comer chocolate con churros mientras abren los paquetes la mañana del seis de enero. Y, cuando vuelva otra vez a este lugar y tenga que montar de nuevo en ese tren, contará las fechas para regresar y escuchar esa voz que, elevándose por encima de comentarios y llamadas, proclamará: «próxima estación: Valladolid-Campo Grande».
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