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Acaban de anunciar que en las próximas fiestas de San Pedro Regalado una mastodóntica orquesta, de esas gallegas que tienen más galas que Bertín ... Osborne en los ochenta, desembarcará en la Plaza Mayor para hacer que los pucelanos de media tabla echen unos bailes, canten canciones de las que da vergüencita oír cualquier sábado por la noche y culminen su martes festivo tras las protocolarias croquetas, raciones y vinos por la ciudad. Digo de media tabla, y es correcto, porque los matarifes de colmillo afilado que sujetan la vara de la verdad ya estarán maldiciendo la elección y sugiriendo que ellos habrían programado algo mejor, más digno o menos chusco.
No se líen que no hablo de políticos. Me refiero a los que nunca están contentos con nada. Y miren, pese a que los gustos son como el trasero y que si yo pudiera traer a un artista sin límite de presupuesto o enjundia optaría por otros, es importante tener los pies en la tierra. Una orquesta es el guateque de hace años, la peña veraniega, el casete de varios grabado de la radio cuando no había propina ni para regalices. Es un «para todos los públicos» que no deja plenamente contento a nadie pero, en general, no molesta. Bueno, excepto a los adalides de la cultura de alto rango a los que aludía antes. Pobre gente, entiendo que habrán nacido con el ritmo metido en el cuerpo, una falta de timidez para bailar y alternar en cualquier estrato y un cupo de miradas por encima del hombro que hará de ellos seres insoportables. Se habrán criado entre óperas de Monteverdi y arias de Falstaff; serán los que caminan por los soportales con cara de llevar monóculo en la intimidad, chaqueta de tweed y pipa; los que cuando todo el mundo va de acá para allá tarareando lo de «Follow the leader», se apartarán de la chusma como Puigdemont de los castellanohablantes; los que sonríen de medio lado con sorna cuando, con los amigotes, recelan de los que son «de barrio» o «de pueblo».
Las orquestas, desde los cuatro musiquillos que van a La Serna a hacer que los vecinos sobrelleven el frío nocturno de agosto hasta las bandas fastuosas a las que sólo les falta un tobogán de agua y dos Eurofighter dejando estelas blanquivioletas, han forjado los años mozos de media comunidad autónoma. Da igual que tengamos dieciséis pelados o llevemos jubilados quince: todos los que nos echamos un jersey al hombro por si refresca y vamos al baile, hemos agarrado a alguien al compás de la Dúrcal en «Me gustas mucho». Los mismos, hemos bajado el culete casi hasta el suelo con el gritoncillo ese que dice que le gusta la gasolina. Idéntico número de personas se ha agarrado por los hombros y ha gritado el proverbial «eh» mientras Paquito, el Chocolatero, atrona desde los altavoces que vibran sobre las tablas.
No se pongan dignos: el estudioso de las armonías de Queen y el admirador de las composiciones jazzísticas más enrevesadas también han pasado por ahí: una fiesta en la que se congrega gente de todo pelaje y echa un rato divertido con los del portal, la panda o desconocidos.
A una verbena, que para mí es el concepto exacto, se va a disfrutar y no a hacer una votación sobre si el repertorio es adecuado, las vestimentas de las coristas son imposibles o si el cantante tiene ciertos vicios a lo Bisbal. Aquí el público entona menos que mi amigo Cooper en Nochevieja y sigue las coreografías como Resines un rap, pero hay una comunión extraña e imperecedera que empieza por Coyote Dax, sigue con el «Saturday night» y continúa con eso de «más, te quiero y quiero más de lo que tú me das». Dudo que ganen el Nobel de literatura, pero han unido a más parejas que Sobera en la tele.
Pongan un poquito de luz en su sombrío día a día, que no hace falta estar tan enfadado. Si se saben lo de la mano en la cintura, el movimiento sexy, el velero y el sombrero y otros grandes hitos del festejo popular, están en mi equipo.
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