Rodrigo Jiménez
Míster Cipriano

Peter Ustinov y el olor a incienso

«Lo habitual es quedarse con el final de la película: la procesión muda y solemne, (...) pero llegar a ese punto conlleva una preparación cuaresmal de la que renegarán los capillitas de media tabla»

Alfonso Niño

Valladolid

Lunes, 18 de marzo 2024, 00:41

En un momento de mi infancia, vaya usted a saber por qué y mucho menos el instante exacto, asocié la imagen del actor Peter Ustinov a coyunturas religiosas de importancia. Eventos remarcables en el calendario, vaya, de esos que hacen reunirse a la familia en ... torno a un chocolate con churros o para ver una procesión desde un pequeño balcón. Entiéndanme, yo de aquellas levantaría del suelo poco más de lo que mide una estantería de esas innombrables de Ikea, y en mi casa era recurrente que las siestas semanasanteras las presidiera Quo Vadis, Espartaco o cualquier otro film de temática similar. Entre tanto personaje, imperial o no, siempre surgía la figura tirando a oronda de Ustinov. Es probable que el que le doblaba tuviera mucho que ver, porque esa voz particular se quedaba residiendo en mi cabeza durante largas temporadas, pero su manera de mirar me intimidaba. Después, era común arreglarse y salir a la calle para ver cómo pasaban las tallas y los penitentes recorrían su camino de perdón hasta donde quiera que fuese, porque a la hora y pico yo caía en el sueño propio de la inocencia.

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Años después, y con pelitos en todas las partes de mi cuerpo –crecido, por cierto. Metro noventa de soberbia adolescente–, me encontré de nuevo con el artista británico, pero en otros roles que también me cautivaron, como el estafador de poca monta de Topkapi o su representación del Hércules Poirot de Agatha Christie. El caso es que de nuevo, por razones que el intelecto humano no puede descifrar a no ser que sea usted un loquero de a trescientos euros la sesión de terapia, asocié sus gestos, su manera de caminar y cada pequeña mueca de su cara a cualquier narración que me contarán y para la que no tuviese un modelo preciso. Cuando un amigo me decía que un compañero suyo había montado un jaleo en la oficina, este, en mi mente, tenía la cara de Peter Ustinov y se movía entre los escritorios con esa gordura simpática pero firme.

Me he alargado en la introducción para que comprendan lo que sentí esta semana cuando de lejos, entre conversaciones cruzadas en un bar, me asaltaron retazos de una mesa cercana donde alguien sin nombre detallaba a su atento oyente cómo planificaba la llegada de los sagrados días en esta ciudad a ratos fría y con frecuencia inexplicable. Narraba que, lo habitual, es quedarse con el final de la película: la procesión muda y solemne, el triunfo de la luz y el tañido de las campanas sobre el silencio y la mirada baja. Pero llegar a ese punto conlleva una preparación cuaresmal de la que renegarán los capillitas de media tabla, los que no tienen tiempo para nadie pero salen en el desfile principal porque pagan la cuota. Llegar siempre viene detrás de disponerse, dijo el caballero. Y lo pronunció con un cariño, con una templanza y un respeto tal, que una tiritera me abordó recorriendo mi costado. No sé por qué, no sé cómo (porque estaba de espaldas y, qué caray, porque lleva muerto veinte años) pero sentí que en aquella mesa estaba Peter Ustinov charlando animadamente sobre cofradías y preparativos. Y, por supuesto, desde ese momento, no pude evitar prestar toda mi atención.

Contaba (Peter, o como se llamara) que desde el Miércoles de Ceniza sacaba el hábito y lo extendía en una percha, colgándolo del punto más alto de su casa para que los niños lo vieran y fueran entrando en materia. Decía que si los futbolistas comenzaban a calentar tomando conciencia de rivales y táctica, su prole debía entender que se aproximaba una época de vital importancia según sus valores. Los chavales acudían a clase a primera hora de la mañana, con la legaña pegada y el pelo como si se hubieran peinado con una piña, y tropezaban con los guantes y el cíngulo que su padre, el bueno de Ustinov, había dejado meticulosamente fuera de sitio para que no pudieran obviarlos y fueran una imagen recurrente. Spotify, al igual que en medio mundo, ponía banda sonora a los trayectos del fin de semana, pero papá había colado en las listas acostumbradas marchas procesionales como las de las Tres Caídas. Un genio, pensé.

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Bebía café a grandes sorbos y yo cada vez acercaba más mi silla. Bajaba el tono hasta hacerlo grave cuando hablaba de la veneración a sus tallas, de no faltar al triduo en el que estaban inmersos, del cuidado a faroles o varas procesionales… De imbuirse del ambiente pascual. Y percibí un ademán con la mano tan propio y familiar que sentí que el mismísimo detective belga que tantos crímenes resolvió estuviera sentado junto a mí atusándose el bigote.

Mis misteriosos interlocutores pagaron y se levantaron para abandonar el local. Observé que ninguno de los dos se parecía a mi actor fetiche ni en el blanco de los ojos. Pero, nada más irse, llegó de la calle el sonido de unos tambores. Salí y seguí a la gente que caminaba con rapidez en la dirección de la que provenían los redobles. Enfrente, un padre apremiaba a su hijo que iba con el capuchón bajo el brazo. Paré, y con un soplo seco, solté: «qué grande es Peter Ustinov».

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