No se puede vivir de espaldas al progreso y la evolución. A veces, en su nombre, se cometen atrocidades y atentados contra la Historia (la mayor parte de ellas, por intereses espurios o ignorancia). En otras, hay que seguir adelante y arreglar lo estropeado. Leo ... en este periódico que el Ayuntamiento de Valladolid acaba de conceder la licencia de obras para convertir en apartamentos turísticos una de las casas palacio ubicadas en la calle Juan Mambrilla, la más antigua de la ciudad. Y se me caen las lágrimas como a Lola Flores se le cayó aquel pendiente de oro en el programa de José Mª Íñigo: disparadas. Y no es por haber nacido allí (que no) ni tener enganches familiares con el edificio, ahora en ruinas. Es debido a haber disfrutado en ese sitio, décadas atrás, un miniparque de atracciones con hilo musical.
Publicidad
Les pongo en situación: cuando teníamos cinco canales en la televisión y diez mil pesetas eran mucho dinero, un grupo de personas con intereses afines formaban una agrupación que hoy se tildaría de teatro musical. De aquellas, la zarzuela tenía público y entendidos, y para acompañar a coro e intérpretes siempre se contaba con alguna figura profesional de la escena nacional. El tema es que, en ese viejo edificio de Juan Mambrilla, se ensayaba durante incontables horas texto y música a cargo de aficionados con disciplina férrea. Usted cruzaba el Pasaje de los Alarcón, embocaba la calle y, llegando al portal, ya escuchaba los trinos de la obra que tocase preparar.
Al cruzar la puerta, y con un olor importante a efluvios animales, accedía a un patio que, dicen, ahora van a reformar. Allí había una réplica del Sagrado Corazón de Jesús que corona la Catedral ubicada a pocos metros de esa casa. La jugada es que, los hijos de los miembros del conjunto lírico, hacíamos allí más horas que un padre primerizo en la pasada cabalgata de Papá Noel, y como todavía nos interesaba más jugar con otros que hacerlo solos y dejarnos las dioptrías en una pantallita ridícula, aquel patio nos proporcionaba el espacio perfecto para un alturitas, escondite o incluso bote. Del piso superior llegaban melodías como aquella que decía: «Canto alegre de la juventud que eres alma del viejo Madrid: vuela ya y, en tu volar de pájaro, pregona nuestro júbilo por los celestes ámbitos…». Casi como cuando Bad Bunny canturrea eso de que Tití le preguntó «si tenía muchas novia'», o como cuando dice el gachó que se las va «a llevar a to'a pa' un VIP». Poesía de estercolero y LOMLOE, la del conejito.
Como les relataba, los ensayos se prolongaban hasta las diez de la noche y los chavales teníamos que hacer tiempo esperando a nuestros progenitores. En aquel piso de suelo rechinante por la añeja madera, había varias estancias. En la más grande se «pasaba» la música. Imaginen a más de veinte personas cantando a coro al son de un piano y que ese dulce sonido desembarcase por el balcón de un piso del casco histórico hasta descargar en plena rúe. Si se hiciera ahora, la gente sacaría sus teléfonos y grabaría la pieza, se la mandaría a sus padres o abuelos y echarían un rato intentando adivinar a qué ton estaba pasando eso. En aquellos años ochenta, yo disfrutaba de la experiencia varias veces al mes. Pero es que, en la habitación donde el director de escena daba letra a los actores, los niños ideábamos un mundo entre atrezzo y decorados acumulados a la espera de próximos proyectos. Trasteábamos en un palanquín como si fuéramos barberillos de Lavapiés, nos disfrazábamos con abrigos de comisarios del Soviet y nos echábamos las cartas sentados en taburetes que, alguna vez, pertenecieron al mesón del Sevillano.
Publicidad
En aquella calle se gestaban los ingredientes que daban lugar a tremendas representaciones en los teatros de la capital, sesiones de vermut y noche jalonadas de espectadores vestidos para la ocasión, patios de butacas repletos —fuera de temporada, que eso sí tenía mérito— hambrientos de cultura y canciones tradicionales que escucharon en boca de sus mayores. Pasó el tiempo; aquellos amigos de la zarzuela fueron abandonando su afición, cambiando de sede o pasando a mejor vida. Hoy, esas paredes que dieron cobijo a un crisol de voluntades y talentos van a ser remozadas. Y en varios meses, turistas de todo pelaje pasarán por el patio (rehabilitado), el soportal (limpio de aromas pestilentes) y las escaleras restauradas. Dormirán a salvo de las inclemencias del tiempo, sí, pero ignorantes de que, hace años, justo al lado de donde dejen las zapatillas sonaba eso de «Te quiero, morena, como se quiere a una madre» o un coro de sembradores decía que «la espiga de mañana sería su recompensa mejor».
Como dice un compañero de esta cabecera (de nombre José, ya saben de quién hablo), en Valladolid (y otros lugares) debería haber placas señalizando emplazamientos y viviendas que marcaron la historia de la ciudad. No aspiro a tanto, ni mucho menos, pero quizá un cartel chiquitito en la entrada, diciendo algo así como «de aquí salía la música». Por otro lado, al estilo de la Casa de Zorrilla, podríamos poner una grabación para que, al entrar, alguien dijese lo de «cuánto tiempo sin verte». Seguro que el turista se sentiría agasajado y acogido, pero ninguno lo entendería del todo a no ser que se llamase Luisa Fernanda.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.