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Jesús toma café a diario en el Ideal Nacional, junto a la Plaza Mayor. Al principio le encantaba que Rubén, el camarero, le dijese «joven» cada vez que entraba. Al poco, vio que también saludaba de esa manera a una señora de ochenta y todos ... y a un caballero con bastón y gorrita para la calva. Pero no le llames iluso por tener una ilusión.
Jesús ojea el periódico mientras los demás teclean en sus teléfonos. Ve en un titular la que se está montando con la tal Nebulossa y chasquea la lengua con desdén y algo de hartazgo. Él y Ana, su mujer, son eurofanes. Empezaron en ese club hace años, con las merendolas familiares que se montaban en cada casa frente al televisor para ver a Nina, La Década Prodigiosa, Dalma o Azúcar Moreno. Más tarde, ya talluditos, volvían antes del viaje semanal a La Maraca o Charlot para tejer sus listas de pronósticos e ir apuntando los artistas que más les habían gustado.
Ahora peinan alguna cana que otra y el festival se ha retrasado de hora. Pero la merendola sigue presidiendo la mesa y Rafa y Gabriel, sus hijos, han empezado a afilar su gusto musical compartiendo filias y fobias con sus padres. Que si los suecos inventaron este juego, que si nunca des a un irlandés por muerto… Cosillas así.
Sigue leyendo y recuerda que el pequeño se tiró la semana pasada tarareando a un chaval que hablaba de brillos platino –el día de la gala le dio un diez y apuró su Cola Cao antes de quedarse dormido y perderse el escrutinio–. También que Ana acariciaba el pelo de Gabriel durante el recuento. El pobre intentaba aguantar como un titán comiendo una medianoche de mantequilla y chorizo. No sabe si por el desafío al colesterol o por haber trasladado el vicio eurovisivo a sus chavales, pero la sonrisa no le desaparece en toda la mañana. Y, mientras camina, se reafirma en que los voceros que braman por la cancioncilla de marras que se ha hecho con la victoria no han entendido nada. Ni siquiera que los que ahora festejan como hienas son los que se rasgaban las vestiduras por que Chanel enseñase cacha y chaquetilla (¡oh, cielos!) de torero. Tampoco que la ganadora, cada vez que se habla de ella, da un paso más en su objetivo, que no era otro que crear polémica con la que rellenar horas de contenido –al fin y al cabo es una cosita medio sucedáneo de Fangoria con poca chicha, medio estribillo extemporáneo de Almodóvar y McNamara–. A ver si se dan cuenta, piensa, de que todos tienen la vena del cuello a punto de explotar, como si compartieran ira con un vulgar presidente autonómico y no cariño con el resto de público que añora canciones como 'La Revolución Sexual'.
Ana y Jesús comen y, mientras recogen la mesa y meten los platos en el lavavajillas, charlan sobre lo poco que les importa que la zorra de la canción sea de postal o de carta certificada. Por favor, que son la generación que cantaba 'Mi agüita amarilla' mientras hacían pis o los que gritaban el 'Puto' de Molotov. Que lo de los cueros ya lo llevó Monica Naranjo hace veinte años añadiendo cadenas y algún bozal, y todo el mundo sigue berreando lo de que nos desaten o aprieten más fuerte.
Concluyen que a ellos lo que les importa es poder cantar alguna nueva con sus hijos en el coche mientras van a Sequeros, que pilla lejos y les tiene que durar el repertorio hora y pico. Que bordan la de Abba o 'Eres tú', pero ya les cansan. Que tienen trillado el 'Dime' de Beth y Rafa hace (en el asiento trasero) el baile de Bustamante en 'Europe' s living a celebration'. Ojalá, allá por mayo, vuelvan a cabrearse con las teorías conspiranoicas de que los estonios siempre votan a Moldavia y que a nosotros sólo lo hacen Portugal por cercanía y Grecia por la reina.
Terminan, se tumban en el sofá apurando el vino nocturno y se agarran las manos. Lo que Eurovisión unió, Eurovisión no lo separará. A pesar de la recua de trincones que querrán sacar rédito de una cantinela que se está riendo de los que la adoran como un nuevo icono y de los que pretenden prohibirla como si fuera un libro de un alemán con bigote. Ana cae, y mientras nota la cabeza en su hombro, Jesús no deja de pensar que él siempre fue de Betty Missiego y aquello de «si todo el mundo quisiera una canción que hable de paz, que hable de amor…». Pero como la cosa siga con este nivel de crispación, va a tener que subir el volumen de esa que cantan los patrios Siloé y chillar fuerte cuando dice «¿qué tal si mandamos a todos a tomar por culo?».
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