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Por ponerle en situación: imagine que deambula por las salas de un museo con las paredes atestadas de obras de un valor, según todas las ... webs especializadas, incalculable. Usted lleva las manos atrás, interesado y abierto a la sorpresa. Y sala tras sala se encuentra con cositas de Kandinsky, Pollock o Kooning. No se puede discutir la calidad de lo allí expuesto, pero siendo como es, sencillote, reflexiona sobre lo difícil que le resulta, en algún caso, apreciar la majestuosidad del cuadro. Es decir: un «mola, pero al décimo óleo de manchas llamado 'Quintaesencia de lo onírico', se me atraganta» de manual.
En los últimos años he trasladado aquel caminar sin rumbo y expectante a un hábitat jalonado, también, de colores, matices y, por qué no decirlo, exceso. El cóctel de las bodas se ha convertido en ese corredor, luminoso en este caso, que uno transita pensativo, sin saber muy bien dónde parar un rato o a qué carta quedarse. Y es que el error habitual de un invitado, al igual que el de un visitante esporádico de exposición, es pretender ser el perejil en todas las salsas, atiborrarse y perder el sentido y el juicio.
Buena culpa de ello es de los córneres, ese invento de Belcebú que nada tiene que ver con el fútbol y jamás está en una esquina, sino en medio de tu camino, impidiéndote avanzar debido a las exquisiteces que muestra. Pienso, y he dedicado tiempo a ello, que existen córneres por encima de las posibilidades gástricas de cualquier ser humano que acude a uno de estos eventos. Y, siguiendo el consejo de nuestras madres (benditas ellas), lo peor que puedes hacer es mezclar. Si aterrizas en el tenderete de los quesos, no te muevas. Ya aparecerá un camarero con un platito de jamón y unos picos para acompañar. Flor de Esgueva del curado, Camembert, Stilton, Cabrales y un Roque de Quesos Lavega. Goza y calla, pero no salgas de ahí. Te han dado un seis y la banca no va a sacar siete y media.
Si caes en el de sushi porque un conocido de Ataquines te reclama, haz lo que puedas. Espera las bandejas que merodean por el salón y no te excedas, que los crudos no combinan bien.
Si de vino en vino te encuentras con el pulpeiro (¿me pueden explicar qué coño pinta un pulpeiro más allá de Ferrol, La Coruña u Orense?), que no se acabe el pan y riega cada ración con esmero.
Reza para que no haya otra mesa con comida rápida. Y si la hay, huye, cierra los ojos. Eso sólo es admisible en horas procelosas y con una necesidad ardua de meter miga a tanta «liquidez».
Pensaba en todas estas idioteces en el último enlace del que disfruté. Dos castellanos de cuna, ilustres hijos de vallisoletanos y con una dicción primorosa (ni «quedan» las cosas en casa ni las «caen»). Nos obsequiaron con todo tipo de productos que, a buen seguro, pagaron a precio indecoroso. Y yo barruntaba: «si es mucho más fácil». Les adjunto el menú perfecto, apartándose del consabido lechazo, para una celebración con las premisas citadas. Y les aseguro los laureles entre las conversaciones de sus allegados.
Ponga usted de previo unas croquetas del Corcho. A discreción, que dice mi suegro. Con servilleta autóctona, de las de limpiarse la grasilla de los dedos. Si consigue torreznos de los que hacían en el Alarcón, un par de platitos generosos por mesa. Si no, siempre pueden tirar de La Sepia, y que no escatimen con el alioli. Dicho esto, sobra destacar la advertencia previa de la ingesta de omeprazol.
Continúen con el solomillo al roquefort de La Tasquita y, si quieren salirse del mapa, arroz del día de Rodrigo en El Bar. Triunfada, que dicen ahora los universitarios.
Finalicen el cisco con tarta Aniversario y la gente se levantará de las mesas dándose abrazos y reconciliándose con la vida, olvidando a la clase política actual y dejándose la voz, Ribera en mano, con una sesión en la que no falte Karla, de Los Nadie.
Menos córneres de sushi y más mesas de chuletillas de las que hace Santi.
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