Las agujas del reloj corrían mucho más deprisa aquellos cinco de enero. Mamá nos vestía y acicalaba, papá calentaba el coche, las abuelas la comida y la cabalgata copaba el resto del tiempo hasta las ocho de la tarde, máximo. Porque a las nueve esperaba ... la cama. Sin quejas ni reproches. La alternativa era inexistente y dormíamos el sueño de los que saben, con certeza, que por aquella calle del barrio de la Victoria, al ladito de la plaza en la que estaba lo que quedaba del «Tren Burra», iban a llegar tres venerables ancianos y sus sirvientes cargando un Cinexin, el Enredos y los Juegos Reunidos. Y eso sólo en mi casa.
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Tiempo después, y acumulando más fiesta de la que nuestros jóvenes cuerpos podían tolerar, nos entregamos a multitud de noches frías, envueltas en jerseys de Privata y pantalones Bonaventure, que desembocaban en madrugadas de Reyes en Las Calabazas y besos furtivos en el taxi de vuelta. Llegábamos a casa y sus senectas majestades ya habían descargado sus presentes, pero estábamos tan cansados que esperábamos, tumbados en el sofá y apestando a tabaco, a que alguno de nuestros progenitores se levantara y, sacudiendo la cabeza, tosiera con fuerza diciendo, por nonagésima vez en esas navidades, aquello de «¡cómo venimos hoy!».
Años más tarde, aquellos trasnoches legendarios han dado lugar a poner el despertador a las cinco de la mañana para dejar, discretamente, la leche, las galletas y el coñac a Melchor y sus colegas. Y para hacer un poco de sitio al lado del árbol. Las primeras luces llegando directos de comprar churros se han tornado en desayunos en el salón haciendo fotos a Clara, a Eva, a Nachete, a Mateo y a Santi. Capturando esa alegría que perdimos en amaneceres interminables y recuperamos a través de sus ojos y su emoción. Vistiéndonos a escape y volviendo a hacer la ronda por las diferentes casas en que Gaspar, que es su preferido, ha dejado detalles. Se acaba en la casa de Conchi, que para eso es la matriarca, con su correspondiente comida pantagruélica para la que ya no tenemos cintura ni capacidad. Y la siesta nos devora por el cansancio acumulado, mientras los niños no son capaces de elegir con qué jugar de entre tanto regalo.
Quizá nos hayamos hecho mayores y ya no nos arrebate sacarnos la instantánea en el árbol luminoso de la plaza, no tengamos el colesterol para más bolitas de coco u otro trozo de turrón de Moscovitas, hagamos cuentas para pasarnos por Svenson porque vemos que estamos a punto de quedarnos como Guillem Caballé o estemos hartos de tanto festejo y demasiado abrazo de postureo. Pero eso es porque hemos dejado de contar. De contar que nos encanta acertar con el obsequio, que una vez celebramos nuestro primer seis de enero juntos, que aunque hagamos un tetris en el maletero no olvidamos la cara de los chavales al ver lo que han pillado. Contemos más la ilusión que nos hace y protestemos menos por lo que nos puede ocupar el pensamiento un vulgar siete de febrero. Les aseguro que esta noche les va a caer algo de la lista que no han hecho y les recomiendo que, el próximo año, pongan su carta particular junto a la tele, la chimenea o dondequiera que coloquen el árbol. No sean rancios, porque alguien, mágicamente, recogerá el mensaje y, si han sido buenos, hará que un paquete aparezca en la mañana que sigue a esta madrugada de insomnio, galletas, ensueño y sobresalto. Aunque sea un jersey de aquellos de Privata.
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