La sabiduría popular sostiene que cuando cambias muchas veces de nombre un negocio, mal asunto. O tiene pufos, o trampas o es que no va a funcionar ni aunque venga un coach de esos que te alinea los chakras y te aplica el feng shui ... a todo el mobiliario. No tengo ni idea de lo que hacían ahí abajo y tampoco me importa mientras no traficasen con emigrantes (que no lo hacían, o hubiera visto alguno con la de horas que he dilapidado en ese lugar), pero aquello era un centro neurálgico del alterne, el café y la copa vespertina. Da igual que se llamase Black Rose, The Boss o el original Kuwait. Molina 7, para el populacho, cambiaba mucho de letrero pero poco de clientela. Cuenta la rumorología sana que cuando los móviles no dominaban el mundo, durante la Seminci, Resines se ha tomado allí dos o trescientos jarabes, de esos que quitan todo menos la tos. Y algún ilustre más, con nombre y apellidos. Había más lío que en la isla de las tentaciones, pero claro, tampoco había cobertura, y eso lo convertía en una suerte de Las Vegas particular de domingo a domingo. Porque Molina 7 no cerraba nunca. Jamás. Y lo que allí pasaba, allí quedaba.
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Justo esto del artisteo no lo presencié, mas me lo ha contado Peláez y eso para mí está escrito en piedra. Pero vi otras cosas. Porque en mis años mozos puse discos (los puse, físicamente) tras su mostrador durante un tiempo indeterminado. Había pinchado con (para) Roberto Francia en El Desván un tiempo y el hombre pensaba que no lo hacía mal: que encontraba la canción adecuada para el momento concreto, que hacía que el público se menease hasta las cuatro de la madrugada y que, dentro de la nocturnidad que me caracterizaba, no era un tirado que le saliera rana. Así que me pegó un telefonazo y, con esa voz que deja en suave y aterciopelado a un megáfono, me citó para el viernes.
El principio fue complicado. Yo venía de poner música para veinteañeros y me encontré con el garito multifactor. Por un lado, era el oasis del alegre divorciado. Si lo trinca el Paco Martínez Soria de la película, no se vuelve a casar ni de broma. La gente bajaba las escaleras y sacaba el telescopio (no piensen mal, hablo de otear el horizonte) en busca de iguales. Y a fe mía que se encontraban. También estaban los jovenzuelos que parecía que se habían equivocado de cubil, pero se agolpaban en la barra en la que Luis Gerardo les preparaba tragos digestivos a discreción. Aparte, siempre había alguien, despistado, que pasaba por el centro y caía en esa puerta. Y es que esa entrada te engullía como a Jennifer Connelly le pasaba en Dentro del laberinto. Y al igual que en ese submundo ficticio había un rey de los duendes interpretado por Bowie, aquí había un príncipe particular de nombre Cholo.
Cholo tenía la garganta más cascada que dos Sabinas y un Tom Waits. La purgaba cada noche con gárgaras de William Lawson´s. Chasqueaba los dedos al son de la música y lo hacía con tal fuerza que temblaban las puertas del baño, donde, a veces, se escondía alguna pareja a dar rienda al amor. Y como no había tecnología que recogiese el «ardor», poca paz y mucha gloria (en faenas de postín, vamos).
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Cholo era el encargado, el coordinador de voluntades, el aglutinador de espíritus y el alma de la fiesta. Cantaba por Duncan Dhu y cambiaba la letra de Groenlandia. Donde iba «Y yo te buscaré en Groenlandia…», él decía «Finlandia», «Irlanda» o cosas peores. Recuerdo una noche que llegó a meter en aquella rima «Nabucodonosor». Y le quedaba de lujo. Tamborileaba en la barra con esos dedos interminables y te pedía un «pepino», que no era otra cosa que un whisky con Coca-Cola «bien puesto». Te chocaba la mano catorce veces por noche y te daba besos como si fuera tu padre. Porque en parte lo era. Todo el mundo acudía a Cholo y todo el mundo conocía a Cholo. Como en El Padrino, los que mandaban eran la famiglia, que se acodaba en una esquina tomando MG con tónica, pero si querías discutir algo hablabas primero con il consigliere.
Me han dicho que lo están reformando y que puede que retorne en breve. Ojalá no lo perviertan. En Molina 7 nunca han sonado Maluma, Quevedo o Bad Bunny, porque ese pub forrado de madera tenía más categoría y galanura de la que estos caballeros atesorarán jamás. Que allí ha pedido cubatas Antonio Vega, por Dios santo. Que debería haber un cartel atornillado que dijera «en esta esquina encontró Antonio el sitio de su recreo, aunque fuera un rato». Y, al lado, una foto de Resines.
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