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Cari y Julieta son amigas desde los tiernos recreos con uniforme manchado de Nocilla. Ambas crecieron de la mano y juntas se hicieron adultas. No ... dudaron en ejercer de testigo de la boda de la otra y nadie, jamás, les ha privado de su charla telefónica semanal. Esto es así porque los designios laborales, amorosos o vaya usted a saber de qué tipo (la vida, dicen muchos), llevaron a Julieta más allá del peaje de San Rafael y dejaron a Cari viviendo en un piso muy cuco junto al patio de sus correrías infantiles.
Y cada cierto tiempo, la rubia vuelve de sus madriles del alma, con su modernidad, sus tiendas de postín y su aire cosmopolita; y tras la visita de rigor a su padre, que aún da paseos por Filipinos, toma un café con la morena, que aquí sigue.
Cari siempre busca un sitio nuevo y curioso para su cita porque Julieta suele encontrar pegas habitualmente: que si otra vez ahí, que si en ese no tienen leche de avena ultravitaminada, que cómo es que aún no la tienen en estas cafeterías si en la capital es lo más de lo requetefetén…
Cari encontró el amor en un bar del Cuadro que ahora es una frutería. Fasa les dio posibles y futuro desde una edad temprana y la familia creció alrededor de semejantes mimbres. Sus niños, tres, estudiaron en las mismas clases que mamá y pasaron, felices, los veranos en las piscinas de la empresa. Como casi media Valladolid.
Julieta emigró al acabar la carrera. Un antes y un después. Se obstinó en lo negativo tras un curso loco y aquí no encontraba su sitio. Que se le quedaba pequeña la ciudad, decía. Que se ahogaba y se aburría de hacer siempre lo mismo, comentaba en voz alta quitando rigor a la verdad de no saber qué coño hacer con su futuro. Un tío segundo le consiguió un puesto bien en una oficina de Madrid y ella aportó su talento, mucho, para ascender en la empresa. Allí encontró a un señor despeinado y posicionado a partes iguales y, desde entonces, ejercen de vecinos de Chamberí con orgullo.
«Pues el otro día estuve viendo tal colección en el Thyssen», dice mientras da vueltas a su cafetito corto, en vaso, con leche templada y edulcorante natural que llevaba en el bolsillo. Y que dos semanas antes estuvieron en tal otro restaurante y estaba el actor de aquella serie infumable que Cari dejó sin terminar. Que si nunca has probado la comida jamaicana con influencias africanas, pues deberías, que acaban de abrir un gastrobar monísimo cerca de su casa y se come de fábula.
Y Cari mira a su amiga con un cariño inmenso, recordando que dentro de esa mujer con arruguillas, por mucho que se cuide, vive su hermana eterna. La que no se perdía una exposición en La Pasión porque eran interesantísimas, la que reñía con saña a los de la panda que no habían ido jamás al Museo de Escultura porque, total, siempre iba a estar ahí. La que hacía cola en la puerta del Calderón para conseguir las mejores entradas posibles para la Seminci.
Pero Julieta ahora habla de la ciudad que la vio nacer como si fuera algo menor que no molesta pero que hay que evitar siempre que sea posible, de poco valor al compararlo con el paraíso en la Tierra en el que nunca te encontrarás con tu ex, según Ayuso.
Cari ha oído varias veces ese relato. Siempre a gente que se fue obligada o por gusto de esta plaza y nunca miró atrás. Y piensa, mientras apura dos sorbos de su corriente solo, que tampoco está tan mal. Que tampoco vive en la inmundicia que se puede deducir de las palabras de su amiga. Que cuando ella viene en Semana Santa tienen difícil encontrar sitio por el museo vivo en el que se convierten las calles. Que al volver por mayo les cuesta un triunfo reservar mesa para comer (tuvieron suerte en La Cocina de Manuel, una maravilla) porque el Festival de Teatro de Calle copa la ciudad de visitantes en busca de arte. En Ferias siempre tienen entrada para algún espectáculo -de provincias, dice Julieta, aunque acabe de llegar de seis meses en Gran Vía- y el febrero pasado se embelesaron con una muestra del pintor patrio Luis Pérez, de la que salió protestando porque aún no hubiera llegado a las galerías capitalinas.
Juju, como la llaman sus amigas argentinas, la trae de nuevo al presente porque la hora se le echa encima. Enfila el camino hacia el AVE tras dar un contundente abrazo a su amiga y señalarle que nunca va a visitarla, que lo pasarían bien, que allí todo está cambiando continuamente. Y Cari, asiente, sonríe y se despide con prisa. Esa tarde tiene que ir a buscar al mayor a Pepe Rojo, que tienen partido y para eso son los mejores de España. Que la niña termina su temporada en la Escuela de Danza de Castilla y León y le tiene que coser las puntas para la función de mañana. Y que, al acabar, toda la familia irá con la blanquivioleta a sufrir, como cada domingo alterno, al asiento de Zorrilla.
Kennedy dijo que no debías preguntarte lo que tu país podía hacer por ti, sino lo que tú podías hacer por tu país. Parafraseando y tirando de aquí y allá, Cari concluye que, quizá, antes de preguntarte qué tiene tu ciudad para convencerte, podrías valorar que ésta lo intente continuamente y tú seas tan pánfila que no seas capaz de dejarte sorprender. Y, si lo haces, entenderás que sí, que Kennedy tenía razón.
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