Parece que antes de ayer era junio y hace unas horas nos limpiábamos la arena playera de los dedos, pero septiembre está tocando la campana y se cierne inexorablemente sobre este cielo engañoso, que te abrasa y te cala de lluvia a ratos sin saber ... a qué carta quedarte. La jugada será variable, pero mi partida es esta. Sin dudas. Retornan la rutina y el orden, la estructura y la certidumbre. Estar el lunes anhelando que asome el viernes, en lugar de no saber en qué día se vive.
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Y es que mi ciudad, en esta semana, se despereza y saca esa muda que lleva guardada dos meses para no dar más calor del ya reinante. Las calles huelen a café de mesa alta, a cruasán recién tostado y a pitillo rápido. Las mañanas se visten con jerséis por los hombros que después molestarán, gafas de sol y nubes que quieren ver cómo se monta el escenario de unas fiestas rampantes. Suenan a cucharilla y taza, a saludos tempranos y gestiones de primera hora, a volver a empezar sin tener en cuenta a Garci ni a los grandes almacenes. Quiero decir que se percibe la verdad de nuevo, que se vuelve a poner en marcha ese juego de malabares llamado vida al que hay que subirse en marcha o quedarse en tierra y parecer durante dos semanas más un moreno en Noruega con las consiguientes broncas laborales. Se aprecian notas de vino a las doce y pico, de ración apetecible y vermut, de caña y aceitunas para picar. De planes, de reencuentros, de recuperar primeras miradas que quedaron aplazadas desde una tarde en la que Oyarzábal aún no había marcado el gol de su carrera.
Surgen paseos preliminares que pueden llevar a observar que aquel quiosco ya no vende prensa, o que el ultramarinos de referencia habrá cerrado las puertas y tendremos que ahogar la ansiedad en una frutería puente hasta tener otra vez un negocio de confianza. Es parte del proceso, del reinicio. Volverán los funerales y tristezas, igual que reaparecerán las alegrías y los chatos al mediodía. Las tardes, digan lo que digan, se alargan, porque pasamos de salir a las nueve, cuando baja la temperatura, a estar por ahí desde las cinco, viendo pinchar a unos cualquiera junto al Farolito o en otra calle de la ciudad con anchura suficiente. Los madrugones coserán sus horas con riadas de chavales uniformados, prisas por dejarlos a la puerta del colegio y algún pitidito de claxon por cruzar a destiempo.
En los barrios se apuntan pedidos de carnicería y se compran salmonetes, calamar y sepia de temporada. Las puertas de la tiendas son palestras plurales de queja por la pírrica bajada del precio del aceite y las obras inacabadas. En San Andrés, tres señores con barba charlan sobre la incredulidad de que la reunión de Oasis llegue a buen puerto mientras acuerdan almorzar unas chuletillas por su sitio antes de ver a Ariel, o a Siloé, o a Mika. Quizá haya triplete, por eso brindan con un verdejo nacido en La Seca y con nombre de río.
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Cuando en la ciudad oscurece, se distingue un regusto a nocturnidad bien entendida. El deje a limonada se disipa gracias a los operarios de limpieza. Los indies de tobillo fino y pulcro regresan a sus locales musicales enarbolando la bandera de la distinción. Los del consumo rápido se agolpan en los espacios de ritmos urbanos. Y mientras, los que estamos rumiando lo de ser padres al final del otoño, buscamos las sillas tranquilas y cómodas y la copa ligera aderezada con varias conversaciones cruzadas. Y así irán pasando las luces y las sombras de cada fecha, moviéndose incesantes y preparándonos anécdotas que contar en trabajos, descansos, consultorios, bares, gimnasios, restaurantes y, puede ser, en estas páginas. Yo lo noto y usted también. Está en el aire, se adhiere a su chaqueta y anticipa que su mundo cercano se ha recolocado. Le advierte que con un polo no va a ser suficiente dependiendo del momento, que el reloj de su muñeca tapa el bronceado que casi ha olvidado, que un caldito tampoco estará de más y que la cuchara va a ser, en breve, su mejor amiga en el mantel. No se resista. Lo huele y ya nos está rondando. Es septiembre.
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