![Gloria bendita](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2024/03/13/1451095155-k2W-U2101810538906J1E-1200x840@El%20Norte.jpg)
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El hospital Río Hortega tiene unas sillas amontonadas justo a la entrada. Unos dicen que es para recordar que hay que entablar cierta conversación con el enfermo antes de ir a lo mollar. Otros afirman que es por las largas esperas a la puerta de ... las consultas. «Qué jodíos», pensaba Justina. «Y dicen que los castellanos no tenemos sentido del humor».
Ingresó por un quítame allá esas pajas y lleva ya un tiempo en su suite del bloque dos, nivel tres. Que no le encuentran el origen del asunto, capta que susurran los médicos cuando hablan con su hija, pero que siguen en ello. Y ella barrunta que poco sitio más hay para seguir buscando, que pesa cuarenta y nueve kilos pelados y tiene ochenta y dos tacos. Que a ver si no están mirando bien. Y se parte de la risa mientras se lo chiva a Rosaura, la enfermera del turno matinal. La chica lleva un pijama estándar y unos zuecos de esos modernos con florecitas y tonterías del estilo. Justina se queda mirando desde la cama y le tira de la manga mientras le cambia medio litro de suero intravenoso: «venga, guapa, pónmelo hoy de Carmelo Rodero, que no se entera nadie». Y Rosaura se va de la habitación sin contener la carcajada y sacudiendo la cabeza. Hace una semana Justina tuvo un par de días malos de verdad. Uno de ellos, entre la duermevela, tocó la pierna de la sanitaria y le dijo que si tenía novio. Esta contestó que algo había, ni sí ni no. Que estaban trabajando en ello, como diría un tal José María. Y la mujer, pese a la debilidad, le hizo prometer que no saldría con él en serio si no había leído a Shakespeare o a Cela al menos en una ocasión. «Darte cuatro besos, sin problema, pero nada de ser novios. Eso exige unos mínimos». Por cosas así Justina era una paciente muy querida.
Durante las tardes pasa por allí Francisco, otro de la cofradía de la inyección y el termómetro. Un día le contó que tenía un grupo y que casi se hacen famosos. Ella, apoyándose en la butaca y bajando ligeramente su gafas, le dijo que si se sabía alguna de Gigliola Cinquetti. Él le dijo que quién era esa y Justina respondió que una prima lejana italiana. Y venga a reírse ambos de nuevo. Fran lleva un pendiente, sólo uno. Cuando le acerca la cena, ella se mete con el chico: «a ver si has perdido el otro en esta sopa, muchacho. Con lo mal que tolero esta pitanza, lo que me faltaba». Y entre jijis y jajas pasa un día y otro. Y mira por la ventana echando de menos su casa, sus macetas, su novela de media tarde en la que hay gente mala malísima y su rosco de Pasapalabra. Dejó de poner la tele en la habitación porque tuvo una compañera que tosía hasta dormida. Entre eso y que del izquierdo oye regulín y del derecho regular, o subía el volumen como si estuvieran en la antigua Perindola, o apagaba el aparato y leía con fruición. Optó por lo segundo.
Elena lleva a su madre El Norte cada día. Javi aparece por allí los miércoles y le sube el Hola. Los viernes se une a ambos Carmela, que vive fuera. Intentan no estar juntos en la habitación por aquello de respetar el espacio, pero como esos ratos no abundan, alguna vez hacen piña y se oyen las voces desde el pasillo. En el puesto de control hacen oídos sordos porque saben que Justina es la monda. Al salir, Elena cae en cierta desesperanza. Musita un sollozo, no más. Su madre lleva dos meses en la 310 y tiene miedo de lo que pueda pasar. Sus hermanos la escoltan hasta la puerta y, según bajan en el ascensor, le suena un wasap. Lo abre y ve que Justina le está cantando las cuarenta: «no seas moñas, coño. Que hay mucho médico guapo y vas con mala cara. Lo siguiente a un divorcio es dejarse ver, pero lustrosa y bonita. Hala, hasta mañana». Y los tres están por subir y darle otro achuchón por tremenda, por sabia y por ese modo de reñir tan propio de esta tierra seca.
A las diez y pico están allí de nuevo. Le llevan un par de glorias de El Bombón. Las meten como si fueran una lima en un bocata en Alcalá Meco y Justina se las zampa del tirón. Porque el caldo desgrasado y el pescado hervido cuenta que le dan ardores, pero los dulces locales le provocan la misma alegría que a Carmina Ordóñez los cantantes de medio pelo.
Los hermanos observan esos sábados a su madre en su siesta crepuscular y comentan que hay que ver lo felices que eran cuando su primera colonia era Chispas, porque sus padres estaban al frente de todo; lo afortunados que se sentían sabiendo que mamá siempre estaría en casa para prepararles un chocolate caliente tras un desengaño o para acariciarles el pelo ante cualquier disgusto. Y ahora ven que, quizá, quién sabe, Justina no será eterna. Y la miran con un cariño incalculable. Y mientras lo hacen, y se les escapa algún suspiro, de la cama sale una voz gutural: «¿pero no os he dicho que no seáis moñas?».
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