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«Cosas veredes», amigos. Está por ver si se lo asignó Cervantes a Alonso Quijano o el tiempo ha urdido un plan para que así lo parezca, pero lo que está claro es que si don Miguel y su alter ego levantasen la cabeza a ... esta alturas de la película, volverían apesadumbrados a su pacífica morada. Pensé en comenzar diciendo que vivimos tiempos de colas, pero algún malintencionado iba a coger el rábano por las hojas y no es plan. Lo que está claro es la ridiculez vivida esta semana en nuestra ciudad a cuenta de la inauguración de una céntrica cafetería. Colas numerosas a pie de rúe. O filas, como se dice actualmente. Será por aquello de no ofender, digo yo
Yo hacía cola para entrar en Campvs, que tenía mucha más enjundia e interés que esto porque dentro estaban las chavalas de las Cubanas. O en Paco Suárez, donde iban las mismas unos años después y todos teníamos el cuentakilómetros algo más avanzado. Hice cola para el estreno del Drácula de Coppola, de La Lista de Schindler o para ver a Bon Jovi en el Vicente Calderón. Vamos, que toda esa espera fue por una buena causa. Entiendo que te vuelva loco el café, pero no lo de pagar seis euros por uno aunque tenga caramelo, leche batida y aroma de nueces de pecán. Eso no es un café, es un experimento del doctor Bacterio. Asimismo, generalmente lo pides para llevártelo y engullirlo por la calle con dificultad. ¿Tienes prisa? Tómalo tranquilo, muchacho. Aunque claro, en el local de marras no tienen periódico y conversación te dan la justa porque están todos enganchados a la red. Me hace gracia, aparte, lo de poner la pegatina con tu nombre. Ni que el establecimiento llegase de la estatua de Pedro Ansúrez hasta el Pisuerga. Es el triunfo de la ley de la mínima retentiva. En mis tiempos universitarios entrábamos siete al Cachito, se quedaban con el pedido sin tomar una nota y nos cantaban el precio de memoria al instante. Ahora ponen 'Alfonso' en una etiqueta por si se les olvida que estoy allí. ¡Que soy el del café de hace minuto y medio! ¡Que mido uno noventa, no es tan fácil que se les despiste en cuarenta metros cuadrados!
Decía el otro día mi primo que es una pena que el entorno de la plaza histórica de la ciudad se llene de franquicias. Ante eso no nos podemos rebelar. Si un propietario pone un precio y un consorcio lo paga, les convendrá. Pero como burgués capitalista de media tabla, estilo Getafe pero con menos chulería que Bordalás, sí puedo preferir la croqueta de boletus de El Peso a un Crispy Chicken, un bocata de ibérico en la terraza de Olibher a un taco campanudo que jamás compraría uno de Guanajuato. Leí hace tiempo a David Summers que les había dicho a sus hijos que cuando quisieran un libro o un disco se lo pidieran, que él se lo compraba, pero que no lo descargaran. Era un inversión en su cultura, su modo de vida y su pensamiento crítico. He decidido hacer lo mismo, pero en el ecosistema hostelero de la capital. Cuando me diga mi ahijada que si comemos unos nuggets, voy a poner cara de coliflor mustia y me la llevaré al Vayco a que le gire la cabeza. O a por el socorrido tartar a la pimienta, que al fin y al cabo es como las hamburguesas aplastadas esas que se llevan ahora pero con el nivel comparado de un chalet en la Moraleja. Como diga alguien que tiene capricho de patatas fritas, le pongo el cartoncillo a modo de mantilla de madrina, le abrazo para purgar su osadía y me lo llevo a La Bodeguita a que llore tamaño pecado con unas bravas. En cuanto se corra la voz, y con el tamaño micro machine que tiene el bar, ahí sí que se van a formar unas colas que ríase usted de las que nos ocupan.
Usted verá. Yo también me doy a veces un capricho guarrete pidiendo a domicilio algo socorrido de untar y tragar. Un rapidillo, que no deja de ser un trampantojo de Asklepios a las seis y cuarto de la mañana más despeinado que Ernesto de Hannover en las peñas de Zaratán. Pero si nos vestimos por los pies y calzamos el número que nos toca, no hay nada como pedir mesa en las innumerables casas que visten la urbe y sus alrededores. Además, guárdenme el secreto, allí también les dan café. Con menos floritura, eso sí, pero no pasa de euro y pico y se acuerdan de su nombre sin etiquetas ni chorradas.
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