Inés está más nerviosa que cuando vio aquella película de la niña que salía de un pozo. Es su primera clase de preparación al parto y les han preguntado cuál es su mayor temor. Prefiere no pensarlo, que sea lo que Dios quiera. Víctor no ... ha podido acompañarla porque tiene una formación inaplazable en Tres Cantos y ella ha aparcado, ha subido las escaleras de ese edificio de la Acera de Recoletos (con cierta dificultad, que treinta semanas pesan en la espalda y las rodillas) y se ha sentado en el aula dispuesta a despojarse de cualquier recelo. Cuando lo piensa bien, da por bien empleado el desasosiego. Quiere ser madre, ha tenido sus intentos fallidos y ha confiado en la ciencia, que no es un billete ganador pero ayuda más que desearlo con muchas ganas. La cosa, finalmente, cuajó y la silla soporta su peso y el de un ternero de kilo y medio que da más patadas que Iñaki Bea cuando era central con Mendilíbar.

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La lección de hoy comienza con la matrona sosteniendo en una mano un muñeco que parece Chucky, con una cabeza de diámetro importante, y en la otra una pelvis de mentirijillas por la que se intenta hacer pasar al juguete. La enfermera detalla todas las fases del parto, las situaciones que posiblemente se den y las que, aunque asusten, deben tomarse con tranquilidad. Habla despacio, relaja y desdramatiza. Tampoco miente. Hay un chico junto a una rubia que ha pasado por toda la gama de azules según evolucionaba la explicación y se hablaba de varios pormenores. Y se lo han expuesto nítido: tu principal función en el parto es no estorbar a no ser que te llames doctor algo o mantengas la compostura. En caso contrario, mejor en el pasillo.

Inés se ríe por dentro porque recuerda la historia que su madre ha contado mil veces sobre su nacimiento: su padre se desmayó nada más acercarse al quirófano. Le tocó esperar con los abuelos y, cuando todo acabó, se fumaron un puro en el bar del hospital y brindaron con orujo de hierbas. «Fabuloso», decía. «El esfuerzo lo hago yo y lo celebran ellos». Lo cierto es que no se imagina a Víctor durante el alumbramiento en otro sitio que no sea a su lado. Las cosas han cambiado y, aunque le consta que alguna amiga suya se ha comido las horas de angustia casi en soledad, su pareja tiene claras sus funciones. Incluida la de no molestar más de la cuenta. Tiempo tendrá de ser el cincuenta por ciento del cuidado de su hijo, pero aquí el reto es de las madres. Y él no para de repetirlo cuando se juntan con amigos: qué agallas, qué valentía. Cuenta que se creyó muy valiente cuando se le salió el hombro y se arrastró lastimosamente hasta el ambulatorio a que se lo colocaran. Acto seguido dice, con sinceridad, que se atrevió porque no le explicaron lo que le iban a hacer, cuánto le iba a doler y las consecuencias de poner todo en su sitio. Alaba que las madres acudan a su labor conociendo prolijamente todo lo que va a suceder, cómo, cuándo, enterándose de cada paso y siendo agente activo. Recuerda que suele acabar el discurso con otra alusión a tener más valentía que José Tomás delante de cinco Jandillas y soltando un viva la madre que las parió, que no deja de ser un retruécano loco de loa a las que más lo merecen.

La clase termina e Inés acude rauda a comprar una pelota de pilates porque sus riñones están más cargados que Papá Noel en Nochebuena. Recibe la llamada de Víctor diciéndole que ya tiene controlados los trámites para cuando nazca el chaval; que Martínez, el de Recursos Humanos, le ha pasado un PDF en el que viene todo. Se mandan un beso y cuelga antes de sacar el tique. Cuando está entrando en el coche con la dichosa pelotita, el bolso, la carpeta de citas médicas, la cartilla de embarazo y un trajecito que ha comprado en una tienda monísima, confía en que su marido tenga el tema dominado. Al menos, tanto como ella controla la ingente cantidad de incertidumbre que la embarga cada día. Aunque no lo demuestre.

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