En el afán habitual del ciudadano medio por escurrir el bulto, observo en las últimas semanas un encono particular por barrer las pelotillas y meterlas bajo la alfombra. No sé si es que toca o que no hay nadie más con quien meterse (y miren ... que sólo hace falta abrir un diario para esto último), pero percibo que los males del mundo moderno debe resolverlos, sin lugar a duda, la escuela. Estando o no de acuerdo, podríamos retorcer la máxima y deducir que algo tendrá que decir la familia. O, por ende, que el Estado, garante de la estabilidad y generador de sociedades modernas, concienciadas y cosmopolitas, debería proporcionar los instrumentos para solucionar cualquier problema.
Pero no. Lo habitual ante cualquier suceso de la índole que corresponda en el que se hace mal uso de algo o hubiera sido bueno un conocimiento estándar del ámbito que tocara, es zanjar la conversación con un lacónico «debería ser obligatorio enseñar esto en los colegios». A tomar por saco la bicicleta. Si algo es de vital importancia, se adopta una pose cuasivenezolana y se exclama: ¡adiéstrese en las aulas!. Qué narices es eso de leer, hacer operaciones matemáticas básicas, tener capacidad de abstracción para comprender problemas, aprender un idioma extranjero, conocer las notas musicales, apreciar las diferencias entre especies o saber cómo funciona el aparato circulatorio. Vamos a lo útil, a apartar la paja del grano.
De verdad que escribo esto y prefiero usar un tono levemente irónico a exponer que no se ve más allá de donde llegan nuestras cortas miras y llorar de camino. El otro día un campeón de la pedagogía decía que debería enseñarse a hacer la declaración de la renta en los institutos. Con la exigencia de la ley educativa actual habría que empezar por instruir al alumnado en sumar con tino, saber hacer reglas de tres y entender la distancia entre neto y bruto. Si vamos con eso, olvídese usted de hacer ecuaciones. Y si dice que tampoco son tan vitales, hurgue un pelín en el temario de cualquier carrera técnica y rece para que en veinte años alguien siga sabiendo hacer puentes, edificios o centrales hidroeléctricas.
En otro momento, ante una pieza televisiva de un joven que hizo reanimación cardiopulmonar a un transeúnte que entró en parada, se reclamaba lo mismo: que lo enseñen en clase. ¿Saben qué? Lo hacen. Formaciones puntuales por instituciones diversas. Pero no como una asignatura. La Cruz Roja o el 112, por ejemplo, suscitan el estímulo y la noción. Como comprenderán, no se destina un curso entero a prácticas sanitarias, igual que no se emplean seis meses en charlar sobre la estrategia geopolítica en el entorno del mar Muerto. Porque la educación no universitaria trabaja en un ámbito mucho más importante: sembrar, poner bases, establecer cimientos sobre los que las futuras generaciones de este país perfilarán su pensamiento crítico y decidirán qué hacer en su vida.
Si creen que esto que les cuento es una boutade, piensen que, además de las asignaturas tradicionales, dedican tiempo lectivo para formar en el buen uso de las redes sociales, esas que muchos no tienen edad para utilizar pero frecuentan bajo el auspicio de sus exigentes papás. También destinan horas a educación vial aunque ningún alumno conduzca, a no tirar cosas al suelo como si fueran los orangutanes higiénicos que ven conciertos en la Plaza Mayor y dejan todo hecho un asquito, a decir buenos días cada mañana, a dar las gracias cuando les entregan algo, a pedir lo que necesiten por favor… Cosas así. De relativa importancia inmediata, pero decisiva a la larga.
Dejen lo académico tranquilo, que bastante tiene con lo suyo, la burocracia insufrible y el menosprecio general a su profesión. Fíjense, no sé si obligatorio, pero básico debería ser saber hacer un huevo frito, coser un botón suelto, acertar con el programa de la lavadora, tender la colada, poner y quitar la mesa o hacer la cama con un mínimo de interés. Y todo este elenco tan variado y eficaz se aprende y repasa en casa.