Llega del colegio y lanza su mochila carro con ruedas último modelo al fondo de su habitación. Choca con la mesilla de madera y saca una pequeña astilla de uno de los cajones. Sus padres no dicen nada. La niña está frustrada. Se tumba en ... la cama, recién hecha, con los zapatos puestos y da varias vueltas. Se levanta del revoltijo y llega a la cocina. El grito sobre qué hay para comer queda en enaguas ante la exclamación por tener espárragos y pechuga de pavo en vez de macarrones con chorizo. Mamá le dice que no puede comer eso todos los días y Cristinita, intentando balancear sus emociones pero sin conseguirlo, llora amargamente y exclama que se quiere morir. Corre de nuevo hacia la habitación y cierra con un portazo que hace que un cuadro caiga al suelo y su cristal se rompa en varios pedazos. Papá agarra la escoba, mamá el recogedor, y ambos conversan pausadamente sobre la necesidad de su hija de acudir a un psicólogo. Al momento, la niña sale deshecha y lagrimeando como una antigua plañidera profesional, y dice que encima tiene muchísimos deberes y que no puede más (esto lo repite un par de veces, con tal énfasis que ríase usted de Pere Aragonés pidiendo sus chucherías económicas). Y claro, sus padres le dicen que de ninguna manera. Que esté tranquila, que todo saldrá bien. Y la niña, más calmada, se hace con el sofá en modo horizontal y pega el mando televisivo a su mano de modo que se ve lo que ella quiere.
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Poco después, mamá publica en una red que maneja habitualmente lo inhumano y contraproducente de los deberes escolares, que son una tortura añadida a cinco horas de trabajo ímprobo y que ella, a la edad de su hija, se pasaba el día jugando. Hace lo propio con el grupete de familias de 4ºA, y aunque algunos opinan que ni hablar del peluquín, optan por no crear discordia. Y callan. Y otorgan. Y mamá se crece como un candidato impuesto en las primarias.
Al día siguiente, la profesora amanece con un correo demoníaco en la plataforma educativa del cole. En la misiva, la mamá de Cristinita (y el papá, que también firma) exigen una tutoría inmediata porque su hija «está muy mal». La profe, que tiene veinticuatro alegres chavales más, uno con un nivel dos cursos menor, tres con dificultades específicas y otro en una situación familiar angustiosa, sospecha que Cristinita, que es muy capaz pero más vaga que el sastre de Samantha Fox, sólo quiere librarse de las dos incidencias que la semana anterior le ha puesto por no llevar las tareas hechas. Pero como ya no se puede decir que hay niños que no quieren trabajar, sino poco estimulados o a los que hay que observar con esmero por si sufrieran algún trastorno (aunque esté por descubrir), decide postergar todo el trabajo de esa tarde y recibir a los papás erigidos en defensores de los derechos infantiles más elementales (sobre todo, si son los de su querida y rubia y guapa y reina hija primogénita y heredera de su vasto imperio).
La tutoría comienza con los protocolarios saludos y varias risitas, como si fuera un amistoso entre Andorra y San Marino. Pero todo cambia cuando se entra en faena. Que si mi niña sufre, que si mi hija somatiza, que no come y siempre ha gozado de un tránsito intestinal envidiable… Y la docente expone que es una niña muy diestra en los ejercicios pero que se dispersa. Y mamá saca esa sonrisilla de «a mí me vas a contar cómo es mi hija, que la he parido», y ataca por un flanco disparando a todo lo que se menea. Empieza por el cambio de sitio en la clase que hace que no vea bien la pizarra, a lo que la profesora contesta que en primera fila caben cinco, cuatro tienen más dioptrías que Rompetechos y Cristinita, la dulce Cristinita, no utiliza gafas. Como el regate no le ha gustado, mamá da un codazo a papá que, según el guion acordado, ahonda en el impacto en su hija de un grupete que la insulta y empuja desde hace cosa de un mes. Que él no diría acoso, pero que cuando el río suena… La docente, que se ha masajeado las sienes a conciencia y recita un mantra mudo para mantener el oremus, saca de una carpeta cuatro papelajos manoseados en los que esas niñas, las del impacto de las narices, son vilipendiadas con términos que harían estremecerse a algunas beatas (de misa diaria o de mitin mensual, es igual). Y que su hija –divina– ha reconocido ser la autora. Mamá niega la mayor, papá se levanta, Hay lágrimas, emociones a flor de piel acompañadas de abrazos y tristeza. Y la profesora, a la que sólo le entran ganas de un «mire, señora (y señor, que el otro también carda la lana), hasta aquí podíamos llegar», acepta una entente cordiale derivando a la alumna al departamento de Orientación, consintiendo que haga «lo que pueda» de los trabajos asignados y citándose de nuevo en un mes con los progenitores para analizar el progreso de la, por otro lado, muy competente Cristina.
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Los papás se van agradeciendo la atención prestada y la profesora con sensación de que le han vuelto a limpiar la cartera. Pero como las instituciones quieren pocos líos, menos suspensos, ninguna repetición y promueven que se vaya comiendo el marrón el siguiente, agarra la gabardina, cierra la puerta de la clase y cuenta los días (años) que le quedan para la jubilación.
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