Esta semana de tiempo descuidado e indefinido ha traído múltiples cosas a los hogares de la ciudad. Quien más, quien menos habrá hecho esos viajes incesantes al trastero afrontando el inevitable cambio de temporada en la ropa. La subida de sandalias y camisetas es dura ... y amarga. Casi tanto como bajar cajas con jerséis gruesos, botas y prendas abrigadas. Pero no desesperen. Traigo la noticia que tornará sus mustias caras de vinagre en una amalgama de sonrisas y mejillas sonrosadas. Llevan ustedes tomando gazpacho y cremas frías demasiado tiempo. Cuando empezaron con ellas, Puigdemont iba a volver aclamado como un líder incorrupto. Y ya ven, agazapado sigue. Pero se acabó (lo de las bebidas frías, digo. El otro tiene para rato). Vuelve el otoño y vuelve la cuchara. No hay un instrumento de placer –culinario, no se despisten– mayor en la estación de los paisajes más bonitos del año. Si encima lo aderezamos con un bodegón constituido por un plato de legumbre bien cocinada, maridado con caldos de postín y algún tropezón en forma de soberbio embutido, se les olvida que en breve va a haber niebla, heladas mañaneras y que tienen que recolocar el cajón de los calcetines.
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No tenemos edad para mentirnos. Me leen y saben que bebo los vientos por esta época. Pero no pueden negar el hechizo que se apodera de sus mentes cuando ven una carta de restaurante recién renovada para acoger lo adecuado a los próximos meses. Yo lo he hecho esta semana y casi sufro una fractura de mandíbula de lo que se me abría la boca a cada línea que leía. Comenzaba el lunes adentrándome en los entresijos del cocido y, de pronto, noté cómo mi estómago empezaba a reclamar su dosis de néctar popular. Descubrí, desperezándome, que llevo un verano y pico soñando con esa sopa que reanima a un forense deprimido. No quiero, pero es pertinente, hablar de la garbanzada aledaña y todos sus paganos sacramentos. Menudo arranque, pero después llegué al martes. Habría que escribir una oda a las lentejas. Si llegan con una salsa ligada y su dosis adecuada de chorizo, se convierten en algo tan fabuloso que dudo que Diverxo pueda mejorarlo porque no necesita parafernalia. El primer bocado te transporta a las casas de tus abuelas, y se te juntan las lágrimas nostálgicas, las de alegría por el sabor y las tristes por ver que se va oteando el fondo del plato.
No sabía si sería adecuado mirar el resto de días, a riesgo de sufrir demasiada emoción en tan corto espacio de tiempo. Y no debí hacerlo. Un miércoles de alubias blancas y otro día de pintas son de homenaje gastronómico, de abrazos a la cocinera, de olés según llega el perolo a la mesa. El olor convierte el comedor en La Scala de Milán, en Las Ventas en pleno San Isidro, en Zorrilla con Cantatore en la bancada. Una delicia. Para el viernes, malditos sean, colocan un potaje de escándalo raphaeliano. Quieren que me parta la camisa como Camarón y todos sus primos. Agarro la mano de la camarera y la beso con fruición. Gracias. Muchas gracias. Cuánto tiempo ha tenido que pasar aguantando calor y tomando cosillas insípidas para llegar aquí. No sé si sigue estando feo gritar un par de vivas a España, pero como me consta que en otros lugares no se estila tanto el cuchareo, los entono con la garganta afectada de emoción y gusa a partes iguales. Y además hay pan. Pan de verdad. Del que solicitas repetir de tanto barco y moje poco recatado pero primoroso.
Decía al principio que una especialidad merece un verso valioso, pero a todo este menú habría que hacerle un poemario completo. No se preocupen por mi salud. Pasaré el fin de semana a base de ensaladas, pescado hervido al vapor y verduritas crunchy. Sobreviviré. Y, mientras, iré buscando aliados para rendir culto en las siguientes semanas a los platos de cuchara. Ya tengo a dos o tres convencidos. Como para no.
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