Celia sabe que las vacaciones se pasan con el abuelo. Papá y mamá tienen jaleo, cosas que terminar, o al menos así se lo expresan. Esta Semana Santa les ha salido no sé qué negocio en Cádiz. Casualmente, mamá trabaja en Recursos Humanos en una ... empresa internacional y papá es abogado en La Cistérniga. Se piensan que la niña se chupa el dedo, pero la pequeña sabe más que los ratones coloraos. Además ha escuchado a su abuela Enriqueta decirles por teléfono que descansen, que lo tienen bien merecido. Pero no le importa, adora pasar tiempo con Juancho. El abuelo se llama Juanma, pero con apenas dos años balbuceaba lo de Juancho por algo de un lagarto televisivo, y así se quedó. Enriqueta es pía y no falta a un oficio durante estos días, por eso Celia desayuna con Juancho, dan un paseo, van al parque, ven la novela y acuden a otros sitios de los que no dicen una palabra al resto de la familia.
Publicidad
La niña lleva en la cofradía del Santo Entierro desde que levantaba del suelo palmo y medio. Su primer hábito, negro como el carbón y con ese arreglo dorado alrededor, le quedaba enorme, pero ella lo llevaba con orgullo porque decía que se parecía a aquella camiseta mítica del Madrid de Morientes y McManaman. Sus padres se habían conocido entre procesiones, triduos y vinos ocasionales. El abuelo Juancho fue presidente durante un periodo corto y ella, como era de esperar, mamó las tradiciones. De tal modo, Celia se había convertido en profesional a la hora de recorrer con sus hermanos cofrades el centro de la ciudad el Domingo de Ramos, junto a la Borriquilla y algunos compañeros de colegio que se sumaban a la caminata con su uniforme. De ahí al Jueves Santo, que también salía, paz.
Solían comer los tres juntos. Recogían con mimo la mesa y Enriqueta iba disparada a la parroquia. Alguna tarde, y sin soltar prenda en el chat familiar, caía una hamburguesa en el Yogui. La abuela no lo hubiera tolerado porque lo de comer carne en Pascua se llevaba a rajatabla, pero ojos que no ven… Y ellos cumplían con el resto de requisitos, incluido lo de ser buenas personas, que Juancho siempre repetía que era lo más importante fueras rojo, azul, amarillo, creyente o mediopensionista. Esto último le hacía tanta gracia a Celia que lo puso en una redacción los días finales de clase: «para mí la Semana Santa es un momento de respeto en el que también se puede disfrutar. Una cosa son las celebraciones y misas, y otra que hay más tiempo libre. Se puede ir a todo y pasarlo bien, seas cofrade, político o mediopensionista». No sabe si le quedó como ella quería, pero la profesora se desternillaba de risa.
La pareja de moda, como se autodenominaban con cierta sorna, tenía sus secretos. No llegaban ni a desliz, decía él, pero no se hablaba del tema delante de personas ajenas al dúo. Algunos días, cuando el sol dejaba su posición de privilegio y comenzaba a caer la oscuridad, Celia y el abuelo agarraban el coche y enfilaban la cuesta de Parquesol. Aparcaban y entraban en un bar de persianas bajadas en el que pedían, con parsimonia, un batido de chocolate para ella y un Sol y sombra para él. Por el relente, soltaba. Después, se acercaban a un corro numeroso. Celia había visto esa liturgia, tan distinta a la sacramental, varias veces: el que llevaba las monedas que tanta gracia le hacían, el que recogía los «dineros» y el lanzamiento. Durante ese vuelo se podía cortar el ambiente con el cuchillo que tenían en la barra para el pan. No llegaba a dos segundos, pero se producía un silencio que ni en El Encuentro. Luego caían, y como salieran caras o cruces había una escandalera de cuidado. Ella apuraba su batido con pajita al lado de su abuelo, que con una mano sacaba billetes de su vieja cartera de piel y con la otra mantenía el contacto con la niña. Todos sabían su nombre y todos respetaban a Juancho. Sabían que la única manera de que estuviera en aquella tirada de chapas era que le acompañase su pequeño «apéndice». Un pecadillo venial que quedaba en ese foro reservado en el que, la mayoría, habían dicho en casa que salían a por tabaco, a un recado o al cine.
Publicidad
A una hora prudente, abuelo y nieta se recogían, antes de que alguien en casa los descubriera y destapase su misión de incógnito. Celia se ponía su pijama, daba un beso a su compañero de fatigas y cerraba los ojos, cansada, pensando en ese señor con un diente dorado, como el borde de la cruz de su hábito, que lanzaba las monedas al aire tras sujetarlas en su mano apoyando un reverso contra el otro. Antes de dormirse anotó mentalmente que, al levantarse, preguntaría a Juancho si el baratero era mediopensionista.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.