Lo bueno de vivir en estos días inciertos es que no te pierdes nada. Si no estabas disponible cuando un programa se emitía, acudes a la aplicación o donde demonios lo hayan guardado, te conectas y agradeces a la técnica sus adelantos.
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Hace unos días ... se celebró el centésimo aniversario de la primera emisión de radio en este país al que algunos seguimos llamando España. Y en esas estaba yo, recuperando una entrevista perdida, cuando di con la cálida y profunda voz de Javier Luna. El tema me acarició el alma como ya pocas cosas lo consiguen en este mundo vil. Conversaba con un joven, Álvaro, que había pasado por un episodio grave de cáncer infantil. El chaval exponía con una calma que asustaba cómo vivió la experiencia y pasó el trance. Lo hizo elogiando a sanitarios de toda clase y a profesores. Curioso, ¿verdad? Dos gremios aplaudidos públicamente, pero con una autoridad, relevancia y trato nulo si bajamos al barro.
Álvaro hablaba despacio y se le notaba el brillo en los ojos aunque no se los pudiéramos ver. Esa es la magia de las ondas. Contaba que todo lo sucedido le había influido para ser médico, cosa que a buen seguro logrará con los resultados que obtiene. Y, mientras lo hacía, notabas que no era una impostura, una careta de esas que utilizan algunos políticos cuando se les pilla en un renuncio. Álvaro habla desde el corazón y Javier escucha y pregunta con ese mismo sentimiento en las manos y la garganta. Y vives con ellos el impacto del primer diagnóstico, el vacío del acantilado que se manifiesta durante los primeros tratamientos, la esperanza a días alternos durante la rutinaria hospitalización, los lloros a escondidas y las sonrisas a media asta. Y aprecias la verdad cuando el chico insiste en la especie de juego que fue para él gracias a enfermeras y doctores varios, lo llevadero que resultó por el seguimiento de colegio y tutor, que hicieron de la excepción virtud ya que la situación lo precisaba.
No sé si podríamos decir que, durante una enfermedad tan perra y definitiva en algunos casos, Álvaro fue feliz. Pero lo parece por sus palabras, por su gesto invisible al ojo mas perceptible desde el altavoz. Y luego viene la fiesta, el abrazo, el oropel y el confeti. Está curado. Y Javier le viene a decir que si nunca mira hacia atrás con recelo. Y el mozo contesta que los pasos se dan hacia delante, mirando de vez en cuando el escalón que bajas. Acaba la retransmisión mientras terminas de hacer la cena y piensas que nunca te han quedado los huevos fritos como esa noche en la que no dejas de pensar en Álvaro.
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Al tiempo, lo malo de vivir en estos días inciertos es que no te pierdes nada. Ni siquiera cuando te desperezas al despertar y te encuentras con un episodio tan trágico como el de un fin de semana en el que un grupo de jóvenes, con la vida por masticar y las sonrisas king size, acuden a una ciudad cercana a celebrar el próximo matrimonio de uno de ellos y topan con la ira vacua, el odio recurrente y la deshumanización. Y la radio te traslada, una mañana de domingo, que lo que empezó con parabienes, alegría y brindis ha acabado en cristales rotos, lágrimas y un drama eterno. Y la voz que surge desde la emisora te anticipa que el desayuno se te va a atragantar, que dudarás si el pan de la tostada es de centeno o de virutas de hierro. El asunto te rasga las entendederas por mucho que estés habituado a tanto canalla en este mundo abyecto. Y el locutor se afana en no derrumbarse mientras cuenta que la muerte ha conseguido imponerse a la vida antes de tiempo por la acción de un ser despreciable. Y piensas que nunca has sentido el café tan infecto como ese domingo en el que no dejabas de pensar en Sergio.
La pésima noticia acaba, suena la sintonía, apagas el aparato y trituras la información que acabas de recibir. Suspiras y te encaminas a la ducha maldiciendo a los que utilizan la violencia azuzados por los miserables que hoy pronunciarán palabras de concordia. En el estudio, la persona que sale de la pecera también lo hace en silencio y con la cabeza gacha. Se sienta en la mesa y escruta lo que va llegando, porque su jornada da para unas cuantas tragedias más. Quizá también para alguna historia que levante los hundidos ánimos del momento, para una crónica que le haga ponerse frente al micrófono y narrar con otra inflexión. Luz y cieno. Eso es lo extraordinario de las ondas.
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