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Mi relación con mi padre era lo complicada que suelen ser todas cuando se llega a cierta edad en la que la tozudez (mutua) pretende ... imponerse a la concordia. Aquello de ganar el envite, de tener razón, de jugar mejor al mus. Pero, como en la antigua Grecia, había una época de tregua que coincidía, mire usted, con la celebración de los Juegos Olímpicos. Daba igual que fueran en Los Ángeles o Seúl a altas horas de la madrugada, o en Barcelona o Atenas fastidiándoles la siesta a mi madre y hermana. No importaba que el día anterior hubiera vuelto de Ascot como una oveja merina o que tuviera que estudiar las mates que Eustaquio me había suspendido (de forma merecida). Si la llama olímpica estaba prendida era momento de unirse frente al televisor, armarse de víveres, monopolizar el salón y convertirnos en expertos en mazas gimnásticas o estrategias de waterpolo; emergíamos como esgrimistas consumados o perfeccionábamos un archivo mental que nos llevaba a conocer el nombre de una saltadora de longitud cubana que iba a dar la sorpresa.
Si lo están viendo, saben que es así. Estos eventos han hecho más por la convivencia familiar que esos asesores de mercadillo con curso CCC que suelen dar consejos baldíos desde su torre de perfecto marfil. Pongan una competición de balonmano de cuartos de final y tendrán a la parentela gritando a la vez, preguntándose normas y compartiendo hora y media que, en caso contrario, transcurriría entre vistazos a Instagram, series olvidables con más capítulos que cartas bíblicas de San Pablo o saludos breves y despedidas meteóricas. Llevamos pocas jornadas y mi mujer ya se ha interesado por los puntos de cada acción de judo, los palos del hockey sobre hierba y la delegación de Santo Tomé y Príncipe. Porque esa es otra: comentar animadamente las ceremonias de inauguración y clausura da para multitud de chascarrillos, guiños y territorios comunes entre convivientes. Si, además, se da el caso de vivir en directo el desaguisado estructural y –eso sí– diverso que perpetraron las mentes preclaras que crearon la de París, tenemos palique para las comidas, las meriendas, las llamadas a la tía Tini a Ciudad Rodrigo y para recordar en Navidad que, allá por finales de julio, nos echamos unas buenas risas a cuenta de una especie de Papá Pitufo, barquichuelos, pasarelas de moda que parecían salidas de la movida madrileña, guillotinas y unos heavies enfadadísimos que pasaban por allí mientras llovía.
Insisto, como Matías: vivimos años de poca comunicación, falta de empatía, estrechez de miras, egoísmo, entornos basurilla y dilemas domésticos. Comentan los expertos que los extremos en los que es usual vivir y aposentarse, más la lógica distancia entre padres e hijos, han abierto una brecha de entendimiento que es complicado cerrar. Y yo les digo que cada cuatro años nos sentábamos en el comedor del pueblo para ver pruebas de remo, trampolín, lanzamiento de martillo o para observar marchar a sesenta atletas durante dos horas y media. Las cuitas quedaban atrás. Se merendaba juntos, comíamos a la vez, tomábamos (si estábamos en edad) un periflús antes de ir a la cama y, al día siguiente, nos íbamos avisando para llegar a tiempo y no perdernos un interesantísimo relevo jamaicano de 4 x 100 m. Si el asunto les pilla en la playa, me juego una botella de Carraovejas a que en el chiringuito de turno coinciden, sangría en mano, con diez o doce que esperan su turno de mesa viendo el ejercicio de Simone Biles o la exhibición de Léon Marchand.
Prueben, que están a tiempo. Quizá de esos ratos de cháchara nazca un entendimiento que les haga ahorrarse varios disgustos y unos dineros en sesiones de psiquiatra. Y si alegan que durante la competición miran mucho pero hablan poco entre ustedes, siempre les quedará el recuerdo de con quién lo vivieron. Yo no tengo ni idea de lo que nos contábamos, pero sí muy claro que estaba sentado al lado de mi padre cuando Fermín Cacho se llevó el oro. Con eso me vale.
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