Los días libres llevaron mis pasos hasta una librería de segunda mano, una con nombre anglo y rimbombante, pero concepto manido: la gente lleva los libros que sobran en casa, los despacha por cuatro duros escasos y el comercio los revende por algo más. El ... que necesita espacio, lo gana y tiene para un vermú. El de la tienda consigue suficiente para pagar la cuota de autónomos hasta la siguiente subida gubernamental y el comprador se lleva una ganga a casa. Hasta ahí todo en orden.
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La duda aparece cuando pienso en qué haría yo con los libros que me sobran. La primera respuesta es que no me estorba ninguno. Si acaso aquel superventas de infausto recuerdo que arruinó dos semanas de mi vida a lo largo de sus interminables ochocientas páginas. La segunda solución sería llevarlos a la casa del pueblo. En verano siempre hay quien necesita algo para leer, aunque sea para pillar el sueño después de esas comidas familiares en las que te ceban de manera gloriosa y sólo deseas que alguien te coja en brazos, te acomode en un colchón viejo, te eche una colcha por lo del refrán de la española fina y te deje haciendo la digestión durante la siguiente hora y media.
Mi abuela en su día optó por la calle del medio. Yo era un niño, dicen, despierto. Mis tíos me nutrían de libros de los Hollister o Jupiter Jones y me regalaban algunas de sus joyas de Enid Blyton. Siempre preferí, supongo que por ese tocar las gónadas que me sigue caracterizando, los Siete Secretos a Jorge y sus Cinco. Pero mi formación lectora se debe, y es innegable, a los tebeos. Las tramas e intrigas de traiciones, amores no correspondidos y dilemas en duelos a muerte de los Vengadores o los Cuatro Fantásticos me llevaron a comprender, años después, lo que Otelo, Desdémona y Yago tenían entre manos. Mucho antes de que la diversidad existiese de manera general, La Patrulla X (mucho mejor nombre que X Men, dónde va a parar) ya nos hablaba de que entre los vulgarmente llamados comunes había diferentes. Pero a mi abuela aquellas portadas repletas de músculos, semidioses, mutantes y mujeres de armas tomar no le debían parecer ni muy adecuadas para mi edad ni muy católicas, todo hay que decirlo. No consideraba lo mejor que la editorial Fórum se hubiera convertido en mi referente, así que de buenas a primeras desaparecieron decenas de historias que yo releía y mis primos pequeños iban descubriendo. Desaparecer es un eufemismo de tirar a la basura, claro. Al fin y al cabo, no eran libros.
Por suerte, en aquellos años había en la ciudad un pequeño kiosco enclaustrado en la entrada de un portal en la calle Duque de la Victoria. Era poco más que una ventana desde la que atendían y una cristalera de un metro por dos en la pared opuesta. Allí se exponían las novedades y me quedaba embobado viendo retazos de lo que pasaba con mis héroes de cabecera, con Tintín, Astérix o Mortadelo. Quizá leer tanto a Ibáñez y los agentes de la TÍA me llevó a Valle-Inclán o Muñoz Seca un tiempo más tarde. O no, qué más da. El caso es que aquel tenderete en el que gastaba mi exigua propina tenía por nombre Cómic.
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La adolescencia llegó con lo que ya conocemos: tú lo sabes todo, tus padres nada y el mundo te odia. Paparruchas. Al menos mantuve el interés en las historietas. Crecí, la ciudad cambió y ese quioscucho se mudó a la vuelta de la esquina. Se había hecho conocido en el mundillo y había que procurar un servicio acorde a la fama. Tampoco es que se movieran a un local de dimensiones corteingleséscas. Era cuco, algo incómodo y con esa atmósfera que circunda los sitios con leyenda. Allí descubrí una saga escrita por una británica sobre un niño con una cicatriz, no me digan que no hay algo de mágico en el asunto.
Sé que el establecimiento actual es aún mayor y que sigue haciendo las delicias de pequeños y mayores. Yo ya he perdido el hilo de aquellos personajes, pero conservo los originales que me convirtieron (culturalmente, podríamos decir) en la persona que soy hoy. Lo que les aseguro es que mis cómics jamás acabarán en la tienda del principio. Pasarán a mis sucesores y serán ellos los que decidan su destino. Me aseguraré de explicarles que mi abuela, pobre, velaba por mi educación y no tenía en gran estima las viñetas coloreadas, pero que en esas páginas hay mucho más de lo que pueda parecer a simple vista. Marvel ha creado un imperio con el marido de la Pataky, un adolescente trepamuros y un actor olvidado que hoy es un triunfador. Algo hay, admitámoslo.
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No vendan sus cómics, amigos. Y si no hay manera de convencerles, hagan una donación. Contacten con esta cabecera y que les den mi dirección. Tendrán una segunda vida maravillosa junto a guerreros con antifaz, magos ingleses, superintendentes y galos que se caen en marmitas.
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