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Hace unos días han partido la nariz a un vecino por afear el comportamiento a un maleducado que se negaba a recoger las cacas de su 'perrhijo', ... como dicen ahora. Vamos, que el pobre animal, siguiendo el árbol genealógico, es un hijo de meretriz por parte de padre de manual. Se está convirtiendo en costumbre eso de que no te puedan cantar las cuarenta cuando obras mal. Supongo que son los lodos de aquel barro tan reluciente que decía que tenemos derecho a todo por la gracia de Dios, y que nadie puede atreverse a contaminar esa paz con reprimendas, pese a ser estas irrebatibles y tener el otro menos defensa que un ministro sosteniendo la legalidad de mantener a su querida con cargo al Estado.
Esta sección se llama Opinión y, aunque a veces les cuente una historia para ilustrar lo que quiero transmitir, no trato de adoctrinar a nadie. Piense usted lo que quiera, yo le propongo un punto de vista. Pero en esto no me valen las medias tintas. El municipio no es de todos. Es cosa de todos, que implica algo muy distinto. No es una propiedad colectiva de lo que yo posea una participación y pueda hacer con ella lo que me dé la gana. Además, en ese caso, ¿cuál le tocaría a cada uno? Al corajudo agresor, sospecho, le correspondería el contenedor de residuos orgánicos de su barrio. Por lo de ser un pozo de mierda, digo.
Como les explicaba, empieza a ser corriente encontrarse que, tras limpiar y adecentar el Puente Colgante o algún túnel de nueva construcción, una pandilla basurilla se incline por pasar el fin de semana poniendo allí unos dibujitos muy monos con espray. Se tapan las cabezotas con capuchas y demás para no ser reconocidos, lo que reafirma su conocimiento de estar haciendo algo ilegal y de que se la sopla, como a Kenedy jugar o no cada jornada. Es más, no les toquen las narices no sea que les parezca chipén abanicarles la cara. Es curioso, asimismo, que jamás engorrinan el portal de su casa o las paredes colindantes a su hábitat. Pero, cuidado, sin ofender, que lo suyo es arte no entendido y en algún sitio tienen que expresarse. Lo dicho, otros oprimidos por este asfixiante sistema que no les deposita mensualmente dos mil pavos en su cuenta antes de levantarse.
Ya ven que vengo hoy con ganas, pero esto no es de antes de ayer. Hace años había quien creía lícito echar una meada junto a La Antigua o la Catedral. Total, ¿qué más da que lleven ahí varios siglos si me pillan de camino para vaciar la vejiga? Que las trasladen, que molestan. Esto último, por fortuna, ha cambiado, y quiero pensar que es debido a que el pueblo ha entendido que, además de por interés propio, histórico y por respeto, los turistas que se acercan a Valladolid no lo hacen para leer mis artículos de los jueves, charlar con el pelele del chucho o verlos a ellos. Desembarcan por el bagaje artístico, cultural o gastronómico, por el legado que nuestros antecesores nos dejaron, con sus aristas y sus virtudes. En ningún caso vienen para ver a estos panolis con complejo de Montoya correr por la alfombra inaugural de la Seminci con la excusa de que la calle es suya, como si fueran Fraga.
Estos problemillas de ego, lo de «no dejes que nadie te diga lo que puedes hacer» y pijadas parecidas sacadas de contexto, se cultivan desde jovencitos. Si en casa te riegan el jardín mental y te adornan el bolsillo con cien euros por ser un quinqui sin valores ni cortesía, en vez de mirarte con el morro torcido por ser un chulo y dejarte sin wifi semana y media hasta que recojas la habitación, tenemos como resultado al del principio, a los del grafiti cutre (que los hay muy buenos y legales) y a los que podían sacar el pirulí al llegar a su puñetera casa.
Se lo voy a repetir: Valladolid, Palencia, Segovia, San Millán de la Cogolla… son responsabilidad de todos, conciudadanos y visitantes. Respeta lo que encuentres allá donde vayas, que es barato y sencillo. Y si te equivocas y te lo señalan, aceptas la regañina. Aunque te la suelte algún malencarado que se pase en la corrección. Si esto ocurre, qué le vamos a hacer; es mejor irse sin altercados que tener un follón por una bobada. Y es que la ciudad es de todos, pero la tontería también es común.
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