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Son las diez y pico de la mañana. El café está recién hecho. He abierto las ventanas de toda la casa a ver si el frescor matinal ahuyenta la temperatura retenida en el interior. Pensé en bajar a comprar algo de untar, con migas y ... azúcar, pero en el momento de girar la llave en la puerta he resistido la tentación. No negaré que me ha ayudado la goma del bañador, que está al límite después de un verano de caprichos en exceso. Sara sigue dormida así que, tras consultar el menú deportivo, conecto con un desequilibrado Suecia - Japón de balonmano con sopapos y carreras por doquier. Pocos minutos después, enlazo con el bádminton, ese deporte que nos importa un carajo mientras no aparezca anunciado con la cara de una onubense con sonrisa juvenil y el carácter de Gravesen. Juega contra una china que tiene pinta de saber que la Marín es un bicho que rivalizaría con Godzilla si este llevase una raquetita y cupiera en un recinto adecuado.

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El partido comienza, Carolina da un par de gritos capaces de despertar a mi señora y, mientras gana el primer set, bajo el volumen de la televisión. Pero el siguiente alarido lo suelto yo. Caro descerraja un golpe aterrizando sobre una de sus rodillas. La articulación cede ligeramente transmitiendo un dolor cruel y un mensaje definitivo: hasta aquí. Ella cae, yo me levanto, el público se echa las manos a la boca y sus entrenadores se acercan. El café tiembla en mi mano como si estuviera al final de una novela de Agatha Christie, los médicos valoran el estado físico de la española y el tiempo se detiene como en una peli de Marvel, a cámara lenta, tan despacio que en la cabeza de Carolina se han sucedido un millón de futuros posibles y en todos el resultado es el mismo: se acabó. Pero como tiene el coraje que les falta al noventa por ciento de los políticos de este país y a sus palmeros, se yergue, camina hasta su rincón y se planta una rodillera. Todos sabemos que a no ser que le injerten una estilo Robocop no va a funcionar, pero suspiramos por si fuera posible un milagro chiquitín.

Carolina vuelve a la pista porque los héroes no mueren en un retiro en Estepona, tomando el sol con un daikiri junto a la tumbona, sino en el campo de batalla. Recuerda a Jon Snow en aquel famoso capítulo, aunque en vez de una espada de acero valyrio porta una pala de fibra de carbono. El volante cruza la red y España cierra los ojos esperando un truco final, un giro del destino. Ella no es una ilusa, y desde que ha vuelto de su silla sabe que ha muerto para esta contienda. Dos golpes, uno más y cae. Basta una mirada con su equipo para reconocer el fin. Y llora. Y cada lágrima es uno de nosotros frente al monitor maldiciendo este destino injusto y el café frío que llevo en la mano desde que cayó por primera vez.

Carolina se va y yo me siento en el sofá. Estoy por ir a por más sacarina, mas si ella aguanta tanta amargura yo debo soportar la mía. A pesar de tener que pasar el aspirador, me niego a dejar la retransmisión igual que ella rehuía dejar huérfana esa medalla. Finalmente, las cosas son como son. Marín se dirige al vestuario, el canal pasa al lanzamiento de martillo femenino, apago el televisor y Sara se levanta de la cama. Mientras paso la alfombra, sorbo la desazón y mi mujer, ojerosa (y divina), me pregunta qué me pasa. No respondo, pero mascullo algo parecido a «maldita rodilla» mientras busco seguir la tarea en el pasillo. Ay.

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