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Hay una pareja en un banco de la Plaza de España, junto a la bola del mundo. La canícula, pegajosa, es la justa para quererse ... sin apretarse demasiado. Y ellos, ahí están. Más agarrados que dos bailando «A media luz». Llega el 8 y la fila va subiendo al autobús. Pocos dicen buenas tardes. Será que el billete cuesta más caro si eres educado. Cuando están cerrándose las puertas, el chaval entra de un salto. Saluda al conductor, da las gracias por no dejarle en tierra y camina hasta el fondo del vehículo. Ya me cae mejor que el ochenta por ciento de los ocupantes.
Este bus no es de los nuevos y boyantes, esos verdes eléctricos tan preparados que lo mismo te llevan a Vallsur que te explican el casco histórico a través de sus pantallas. No, aquí todo el mundo va en silencio. Y se agradece. También es cierto que cada cual va mirando su teléfono como si estuviera repasando el examen de mates de selectividad. De pie, hay una señora que saca la lengua mientras aprieta botones en un juego de bolitas. Observo a un señor sentado al principio. Lee la web de El Norte separando el terminal de su cara hasta conseguir adivinar algo de lo último de Berzal. No puedo evitar pensar que la radiante tarde invita a admirar la ciudad a través de los cristales, pero las cabezas se mantienen gachas, como las de los penitentes en procesión, inmersas en un cosmos digital que poco o nada suele adaptarse al real que recorremos. Me estoy haciendo viejo, pienso.
Al llegar a Doctrinos un teléfono rompe el sigilo. Es el del chico. Las puertas se abren. Bajan muchos y suben menos. El autobús arranca y, aún tratando de ser discreto, escucho pliegues de una conversación que se estira hasta doler. Que no entiende que no puedan abrazarse más, dice. Que los deseos compartidos dependen de lo que empujen todas las partes, que a veces hay promesas que no valen nada, como diría Ferreiro.
Pues no se querían tanto, deduzco; se querían mal. O quizá nadie les haya explicado que el drama no forma parte del mejor amor. Que el Tenorio e Inés, pese a lo arrebatado de su aventura, no tuvieron oportunidad de acompasarse. Que el ímpetu juvenil, en ocasiones, echa a perder por rápido e impaciente lo que podría haber sido un buen guiso.
Termina la llamada y el mozo deja que su cabeza se apoye en el cristal. Los ojos se le cierran mientras guarda el terminal en el bolsillo trasero.
Dejo pasar a una señora que pretende salir al asalto. Que si le quiere abrir, le dice al chófer con tanta amabilidad como suavidad desprende arrastrar el pompis por un zarzal. Sale jurando en arameo y se le caen dos nectarinas de la bolsa. Me hago el loco. Dios, o el universo en su defecto, es justo.
El itinerario refleja lo avanzado de la tarde. Cruzar el puente de Isabel la Católica provoca una suerte de reflejos que hacen a algunos taparse la vista con la mano. Parecerían Jon Rahm si no fuera porque no han visto un hierro 7 jamás. Entre tanto deslumbrado, el protagonista de mi curiosidad sigue hundido en sus pensamientos. Y no debe ir bien. Aunque lleva unas Ray Ban de moderno que me apunto para futuros caprichos, por el borde inferior se adivinan un par de lágrimas enjugadas a golpe de manga.
Se nota que hoy no hay balonmano al pasar por la bombonera de Huerta del Rey. Hay más silencio que en la de Boca el día que murió Maradona. Mientras, oigo sonar varios mensajes. La intriga pesa más que la prudencia y miro en su dirección otra vez. Nunca entenderé que un problema se resuelva así. Las nuevas generaciones están preparadísimas en muchos aspectos, pero aún deben foguearse en dar la cara. Tienen a su disposición demasiadas excusas.
Al embocar la ladera de Parquesol, la señora del jueguecito ha agotado la batería y el del periódico ha dejado escapar dos improperios en voz muy queda. Algo no le habrá dejado satisfecho y es bastante posible que haya sido cosa de un artículo de Pelaéz, de esos con afán de amargar la merienda.
Bajamos y la mochila del joven cae junto a mí. Se disculpa y enfila un tramo de cuesta de los de plato pequeño y piñón grande. Las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Le auguro una noche eterna, porque del día… mejor no hablar.
Pobre muchacho, quién te habrá robado tu mirada feliz.
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