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Decía Leo Harlem en un programa, y sin ningún cachondeo, que para aprender a ponerse en el lugar del otro sería necesario que todos, absolutamente todos, pasaran un tiempo de su vida trabajando de cara al público; aguantando caprichos, tonterías, recibiendo malas caras y comentarios ... susurrados al volumen suficiente para saber que han hecho pupa. Comentaba, creo recordar, que implantaría de nuevo la mili, pero para estos menesteres. Quizá de esta manera tanto mangurrián que corre por nuestras calles entendería que no, no siempre el cliente tiene razón.
Me conocen de hace un porrón de columnas y saben que lo de los términos absolutos no suele ir conmigo. Estoy hasta el lóbulo de la oreja de los entendidillos de tres al cuarto, los de la apostilla hiriente junto a una sonrisa de bruja de Disney. Me parece desastrosa la actitud del currela que te pone el café o la ración de callos con una mueca de desagrado porque le pides sacarina o un poco de pan, y tampoco es de recibo el tormento que recibe el barman cuando alguien pide el moca de antes y, al recibirlo, solicita leche un poco más caliente, luego un pelín más fría y después en mayor cantidad, acabando soltando que está muy fuerte y que no se lo va a tomar, que si le hace uno corto de café (por supuesto, pagando solo el inicial). Y el camarero se da la vuelta aguantando las ansias homicidas y yo digo que si tan especialito es por qué no se lo toma en su santa casa.
Pasa lo mismo en los restaurantes. Te puede tocar (y, a veces, topamos con esa mala fortuna) alguien que te sirve con menos maña que un becario holgazán o te cobra como si hubieras ido a DiverXo. Pero la mayor parte de las veces son los clientes los que piensan que pueden pedir un servicio digno de la guía Michelin en una taberna cuca de la calle Dársena.
Luego también está lo del precio de los menús y el que te quiere cambiar todo. Si la minuta consta de lentejas, merluza rebozada y tarta de queso es porque, curiosamente, eso es lo que te van a dar de comer. Si no te motiva, acude a la carta. Pero cuando empiezan con «¿las lentejas llevan zanahoria? Es que me resulta indigesta. Y la merluza no te importa hacérmela a la plancha, ¿verdad? Yo si tenéis un flan o algo así lo prefiero para el postre. Y si no me lo cambias por el café, que así no me paso con el dulce». Vamos a ver, campeones: lentejas, merluza rebozada, tarta de queso… Sé que sois hijos de la LOGSE y algunos abogáis por esta inmundicia llamada LOMLOE, pero estoy seguro de que, a vuestra edad, para leer os da. Esto lo digo yo, claro. La mesera de turno recoge las peticiones con una sonrisa y aguanta las quejas de la cocina cuando les pasa la comanda. Qué cruz.
Dicen gourmets de esta ciudad que hay multitud de puertas a las que acudir con una relación calidad-precio óptima, así que miren su carterita antes de ir a pegarse un homenaje. Si les apetecen sensaciones de deleite como las que sentía Anton Ego en Ratatouille, ahí tienen El Olivo, Trigo o Alquimia, pero sean conscientes de que no cuesta lo mismo que dos nubes y un regaliz de cinco pesetas. A ese importe la mejor opción es la casa de mi madre o de mi tía Carmen, y ni cabemos todos ni nos conocemos ustedes y yo lo suficiente para la invitación (y tendrían que llevar barra y media de pan para untar de lo que se iban a chupar los dedos).
La última del día: vayan donde vayan, aguanten un poquitín el tirón. El sector servicios trabaja para colmar sus necesidades, pero no «para usted» en el sentido esclavista de la Alabama del siglo XIX. Además, tienen mecanismos a su disposición si la visita no ha dado el resultado esperado: desde la proverbial propina hasta aquello de no volver y detallarles la experiencia a sus allegados. Pero midan, midan su rasero en condiciones, que es como cuando iban a la discoteca creyéndose del porte y la elegancia de Ryan Gosling y se parecían a Mr. Bean en una mala noche, que van ustedes al Mesón Manolito pidiendo manteles de lino Italiano de Belesa y ponen el grito en el cielo por una cuenta de veinte euros por persona porque su cuñado, el de Baltanás, les ha dicho que en tal sitio se ponen a reventar por dieciocho (lo que no dice el fenómeno es que el mantel tiene más agujeros que la nevera de Carpanta, el vino no se lo toma Félix Bolaños ni aunque lo lleve Puigdemont y el pan está más congelado que los nuevos tramos de la autovía a León).
Aparten las hojas para observar el bosque. Si el que toma nota está esperando que llegue el fin de su jornada sin la menor intención de mover un dedo, hagan valer el dinero que están pagando, faltaría más. Pero si les tratan con educación y presteza, dejen ver sus valores, honor y dignidad. Cuesta bastante menos que el menú del día y sabe tan rico como las lentejas de casa de mi madre.
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