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Se supone que el fuego debería agazaparse durante las noches. Por el día enseña los colmillos, molesta, aprieta, pero había un acuerdo tácito de no ... agresión desde que se ponía el sol, al menos en mis tiempos. Me ha traicionado. Se agarra a las paredes para quitarme lo que más aprecio de este lugar: su paz, su aire arrebatado durante las cenas, los escalofríos del ocaso y un avance de chaquetas y jerséis finos que ríete tú de lo que ofrezca El Corte Inglés. Y el muy bastardo, ya desde hace unos agostos, se niega a dar un respiro tras los mediodías de sombra y botijo.
Muchos dicen que combata, que no me doblegue, que un chapuzón en el río hará las veces de antídoto, pero este río y su chopera llevan el veneno dentro. Ocultan otro enemigo eficaz, inasequible al abatimiento. Ese mosquito adora mi sangre y ataca sin cuartel. No hace prisioneros ni es su intención. Y ese entorno, sumado a la temperatura de este infierno terrenal, desequilibra la contienda a su favor. Así que me encierro en una casa que no tiene los muros de antaño, duermo de reojo y sufro en crecimiento constante. ¿Qué me queda, entonces, para volver a ese pueblo que una vez fue refugio y hogar? Poco, la verdad. Además, cada día que pasa salir se torna más áspero, más difícil. Y entonces solo quedan los desayunos con queja por la noche de desvelo, las comidas con aromas de cocina de siempre y las meriendas deseando poder oír crujir las ventanas mientras se abren para recuperar brisa y calma. Lo primero me pilla con fe, lo segundo con hambre y lo tercero sumido en la desesperación. Y así pasa otro día, y otro más.
Quizá, pienso, halle en la lectura la concentración precisa para olvidar otros problemas. Pero cada página se cierra con más gotas de sudor en el cuello, el viejo sofá del salón parece arder como el asiento calefactable de un automóvil de última generación y abandono el cometido con cierta ansiedad. Entonces, si he venido en busca de reposo y parsimonia y percibo inquietud y angustia, ¿qué hago aquí? Me revuelvo, trato de no dejar que mi yo urbanita y burgués se imponga y reitere que ya me lo había advertido. Que en casa tengo todo a mi alcance, la piscina a tiro de piedra y los cines, con su termostato con aroma de noviembre, abiertos de par en par. Pero me resisto. Prefiero resignarme a cambio de unas alubias viudas que te atrapan como una telaraña y una salsa con más barcos que el Hundir la flota, acepto convivir con más moscas que turistas en Conil por esas ciegas caseras que sobreviven de una fiesta postrera. Accedo, pero no de buen grado. Puede que sea por honor a esos abuelos que insistían en que te sirvieras más porque no comías nada, que jugaban al julepe mejor que Alcaraz con el revés y que culminaban cada 15 de agosto bailando pasodobles. Me cuesta, no lo voy a negar, y cada año un poco más. Pero me da no sé qué no venir, no cruzar esos campos tostados y toscos y no tomar un café en ese bar con menos salubridad que un tugurio de carretera de Etiopía.
Vengo y me voy. Saludo de lejos. Sé que es triste, que algunos no lo comprenden, pero me han cambiado las reglas del juego a mitad de vida y eso no vale. Quiero mi verano con sus tormentas frecuentes y sus anocheceres gélidos vestidos de añil. Así firmé aquel contrato en el que aceptaba que el suelo abrasase y tuviera que buscar la penumbra hasta las ocho y media de la tarde. Así que entre no volver, o ser comido por insectos y disuelto por los cuarenta grados, me quedo a mitad de camino. Será que me he hecho mayor, como dijo Gloria Fuertes: «yo ya, apenas soy joven, tengo cincuenta años, tengo cincuenta libros, tengo cien desengaños. Yo ya, apenas soy joven, pero me estás mirando y eso ya es suficiente para seguir tirando». Manda narices, Gloria. Seguiremos tirando hasta que el tiempo juegue limpio.
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