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Si en unas semanas se encuentran con hordas de jóvenes vestidos con cierta formalidad e incluso elegancia, no piensen que han vuelto los Goya: es que estamos a punto de entrar en época de graduaciones. Cientos de esforzados (o no) estudiantes de Bachillerato acudirán a ... sus ceremonias de honor y dirán adiós a una etapa de su corta existencia que no volverá. Todo va a cambiar desde que les impongan esa faja de paño por un hombro y les hagan la foto con sus compañeros. Y deben exprimir el día. Después vendrá la selectividad (no me bajo de utilizar este término, y mucho menos cuando en siete comunidades se llama EBAU, en cuatro se denomina EVAU y en el País Vasco, Cataluña, Andalucía y Galicia como Dios les da entender. ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en un mismo examen si no convenimos un mismo nombre?) y, allá por septiembre, el inicio de esta guerra cotidiana llamada vida a la que tendrán que ir acostumbrándose.
El caso es que hay quien considera que estos encuentros, más o menos solemnes, son una cumbre de lo hortera. Y, como siempre, dudo. Pero, en los tiempos que corren, felicitar a una muchachada reseñable por ir más allá de la educación obligatoria y apostar por seguir formándose no me parece mal. Es más, lo aplaudo.
Curiosamente, yo no tuve ocasión de celebrar este rito de enhorabuena y pompa. Una profesora se encargó de que no saliera en la orla del colegio y en mi instituto todavía no eran habituales festejos así. Sucedió a principios de los noventa y me perdí ver a mis amigos con la corbata prestada de sus padres y a ellas con los vestidos más arreglados para la ocasión. Sí, me hubiera gustado tener un baile de promoción. Llámenlo americanada o trauma, pero crecer mirando una realidad alternativa en la que Molly Ringwald era La chica de rosa o los de El club de los cinco se quedaban castigados después de clase es probable que dejase poso en mi personalidad. El sumun hubiera sido bautizarlo 'Baile del encantamiento bajo el mar', como aquel en el que Marty McFly casi desaparece de la foto junto a sus hermanos. El nombre es inamovible porque suena más contundente que añadiendo «junto al Pisuerga». Y es mi sueño, permítanmelo. Hubiéramos apostado por sangría rebajada en detrimento de esa guarrada que llaman ponche. Quizá me pueda el lado mitómano, pero si lo hiciera ahora crearía una atmósfera de mediados de los cincuenta, por eso del título elegido y por aislar el reguetón durante unas horas, al menos. Habría cascadas de globos, aunque sea un puntito chabacano. Pero claro, si hay gente que se expresa con diminutivos ridículos y habla de sus amigas con posesivos como «mi Ani», «mi Eli» y así, yo tengo derecho a globos. No habría rey y reina del guateque porque es una chusta para engordar egos y porque, automáticamente, vendría alguien a decirnos que considerásemos incluir la categoría no binaria, fluida y tal. Pondría un pincha que nunca, jamás, hubiera salido en un cartel con lo de DJ delante de su nombre y que supiera que Cha Cha DiGregorio era la chica con peor reputación del instituto de Santa Bernardina. Para controlar el cotarro y dar los avisos por el micro contaría con Lady Veneno y Leo Harlem. Él, con una pajarita enorme y unas chorreras indefinibles resbalando por la barriguilla. Y ella como va siempre: divina, como en la canción de Radio Futura.
Déjenme imaginar, porque no disfruté de tal opción. No besé a la chica mientras sonaba 'Earth angel' ni brindé con mi inseparable pandilla por ese último momento de unidad antes de entrar en la jungla y dejar de ser amigos para siempre. Para mí aquello es una historia sin foto. Ustedes tienen guardado en el trastero de sus padres ese cuadro amarillento repleto de caras de graduados que hoy son cuarentones. Agárrenlo y echen un vistazo. Qué noche la de aquel día, ¿eh? Pues ahora es el turno de esos dieciochoañeros que se van a comer las calles los próximos lustros. Si les toca el papel de padres, denles un pelín más de hora a los chavales. Es la última vez que se la van a pedir, que en septiembre van a cerrar Asklepios y desayunarán mañanas alternas en una chocolatería junto a El Campillo sin ningún permiso. Si les ven al amanecer, regálenles una sonrisa. Al fin y al cabo son los que van a pagar (ojalá) sus pensiones y la mía. Gaudeamus igitur.
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