Atanasio nos recogió con su taxi a la salida de un concierto el pasado viernes. Lo pedimos unos números más lejos de la puerta de la sala para no pillar el mogollón. Según a qué hora, la gente mata por una lucecita en verde. Últimamente ... solicito el servicio por la aplicación telefónica. Tiene varias ventajas, pero una es que el conductor dispone de tu contacto. Este me llamó previendo que podía haber mucha demanda y poca oferta. Con un gracejo digno de la chulería madrileña, pero autóctono de Vega de Valdetronco, me dijo: «chaval, esta es la matrícula. Atento que voy».
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Me encantó lo de chaval, aunque creo que lo dijo con un pelín de condescendencia. En lo del cisco tenía razón. Fue parar y, antes de alcanzar la puerta, tres sabandijas se habían abalanzado sobre el coche. Me da que uno lo hizo porque mi señora está de buen ver y me consideró poca cosa. Atanasio lo echó con cajas destempladas apelando al servicio asignado: «si no te llamas Alfonso, no te puedo llevar. Ni aunque seas el rey, marqués». Sara y yo nos pusimos el cinturón rapidito, por si las moscas, y nos miramos con cara de disfrutar del espectáculo subsiguiente. Otra fenómena aprovechó el disco en rojo para llamar su atención. ¡«Oyes», que te he levantado la mano!», dijo impertérrita. «Pues yo te digo adiós con las dos, ricura», respondió el chófer acelerando delicadamente. La señora levantó el dedito favorito de Luis Aragonés y le dedicó varios improperios, pero Atanasio lo tenía claro: «Escombros humanos no recojo, y esa lleva más espíritu encima que Nicolas Cage en Leaving Las Vegas».
Pasamos El Corte Inglés y, de camino al destino, nos cruzamos con un par de compañeros. Abrió la ventanilla a pesar de los dos grados reinantes. Saludaba y blasfemaba a partes iguales en cada encuentro, y nos iba contando que la cosa nocturna estaba como para andarse con contemplaciones. Que a Antonio le sacaron una navaja en Nochevieja por setenta y dos miserables euros y que su viejo Opel con tapicería color champán tiene el derecho de admisión reservado, como en los clubes de postín. También nos comentó que nos dejaba y se iba a casa. Le pregunté si no había trabajo en Poniente, y me dijo que ahí sólo había Australopithecus, que no llegaban ni a homínidos. A mi mujer, que se sonaba la nariz en ese momento, por poco se le sale un alveolo de la risa. Pero Atanasio continuaba con su discurso: «escucha, caraguapa —dijo dirigiéndose a ella—, la gente habla de Ucrania pero no tiene ni pajolera idea de situarla en el mapa. De educación andan peor que de ahorros, y si le sumamos tres cubatas y un par de cigarritos de la risa, el resultado es cavernícola. No dan las buenas noches al entrar en el taxi, así que como para pedir la vez en la cola. Y, como te he dicho antes, no recojo desperdicios con extremidades si no tienen pinta de saludar, despedirse y sujetar sus efluvios durante el viaje».
La radio estaba bajita, puede que para no molestar o para permitir la conversación. Estábamos ya en Isabel La Católica y su verborrea impedía que bostezásemos. En cada parada se rascaba la nariz y recolocaba ese asiento de bolas sobre el que descansaba (es un decir) su cuerpo. Superamos San Quirce y después San Pablo. Dos chicas le tocaron en el cristal al lado del Teatro Calderón. Que si podía pedir un coche por la emisora. «Claro, mi vida». Arrancó, comunicó con la central y pidió el servicio. Se alejó mirando por el retrovisor y nos dijo que había mucho neandertal a esas horas. Poco peligro, pero asustan.
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En los últimos metros de carrera sonó una noticia sobre ministras que hablaban de algoritmos y asesores que levantaban millonadas a costa de la salud nacional. Atanasio tamborileó con sus dedos sobre el volante, seguramente por no saber de qué pie cojeábamos en cuanto a colores. Finalmente, y mientras nos cobraba, debió concluir que la ignorancia de una y la golfada de otros no eran cuestión de siglas. Así que, mientras nos daba la vuelta, susurró socarronamente: «¿ves, Alfonso, majo? Estos trileros de poca monta nos piden la hora y a la vez nos birlan el reloj. Luego se atreven a hacer equipos y asegurarnos que ellos, los que sean, siempre están en el de los buenos. Mientras, tú, tu muchacha y yo pateándonos la vida por cuatro duros y dos platos de lentejas. Como para topar a las dos de la mañana con tres trogloditas que te den un disgusto».
Se despidió con un gesto rápido y dio la vuelta por la calle aledaña. Mientras Sara se abrochaba el abrigo empezó a caer aguanieve, de esa que pocas veces cuaja. A pocos metros del portal, giré la cabeza y vi que el taxi de Atanasio volvía y paraba junto a las chicas de antes, que seguían esperando. A lo lejos, me pareció oír un «subid, prendas, que hace un frío…».
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