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Al arrancar las últimas hojas del calendario, me encuentro en cada esquina listas sobre lo mejor de los últimos trescientos y pico días. Odio con saña esos registros caprichosos y personales. Me imagino al periodista encargado del artículo de marras apuntando cosas que le han ... llamado un poquitín la atención durante todo el curso, sólo para volver a esas notas en esta semana y pergeñar un listado con el que no estará demasiado conforme y al que todo el mundo pondrá pegas. Porque eso de lo mejor y lo peor es tan subjetivo como la opinión de una abuela sobre su nieto: tiene vínculos emocionales. Y cuando eso existe, se pierde la perspectiva. Es como lo mío con el Pucela.
De tal manera, y teniendo en cuenta que este será mi último artículo del año, he decidido, sin afán de aleccionar, contarles algunas de las cosas que he aprendido o descubierto en estos meses transcurridos desde la anterior Navidad. Ahí van.
El mundo está lleno de cosas que, a mi edad, siguen sorprendiendo. Como que alguien haya creído que era una ideaca concebir algo llamado polvorrezno. Yo pienso que, si no merece morir en la hoguera, al menos dos latigazos se ha ganado a pulso. Me cuentan que en Soria no le dejan entrar. Hacen bien.
He aprendido que ponerse una sandía en la solapa durante el tiempo justo para salir en televisión es ser solidario con los pueblos oprimidos, como Palestina. Otros lugares o conflictos venden menos y no deben tener chapa apropiada para lucir, y me da por pensar lo curioso que es que los modernis, desde su Iphone15 y parando cada poco el capítulo que toque de la última serie diversa de Netflix, nos instruyan de primera mano sobre el tema, no como los misioneros que le echan huevos y ovarios al asunto y se tiran veinte años entre polvo, atentados, miseria y enfermedades que el primer mundo ignora. Sí se puede.
He visto que no hay que vender la burra hasta que no tengas su pelo en la mano. Puente decía que iba a arrasar y los analistas de Feijóo pregonaban que lo tenía hecho. Y ya ven, ambos caminando por la vida con cara de que les han levantado la novia cuando llevaban el anillo en el bolsillo de la chaqueta (y no, un ministerio no consuela).
Que el anterior presidente de la Federación de Fútbol era un camorrista de cuarta y un quinqui con amigos en las altas esferas políticas ya lo sabía, así que lo de que no se le da un beso a alguien si el otro no quiere lo tengo clarinete desde mucho antes de la cobra de Bisbal.
Ahora sabemos que si no tiene para invertir en oro, siempre puede hacerlo en aceite de oliva. Y que si aprovechó algún ofertón de Carrefour y vende las provisiones entre los conocidos, se saca para las vacaciones sin problema.
Aprendí que sumar, si conviene, se trata de restar. Que fascista se le puede llamar a todo aquello que no nos guste (así que, como odio la coliflor, sé que los agricultores del ramo son unos fachitas de manual). Que puedes meter en la misma frase Tamara Falcó y metaverso sin sufrir un ictus. Incluso es posible añadir una ruptura en prime time, unos cuernos que ni un Victorino y una reconciliación inaudita. Y que todo acabe en boda y dos exclusivas. El amor siempre triunfa, amigos. O no.
He asumido, también, que alguno va a terminar invitando a Alexa y a Chat GPT a la cena de Nochevieja de lo poco que se relaciona con gente normal, o que cuatro politicastros con menos horas de estudio que Greta Thunberg les quieran explicar a los jueces lo que pueden o no tener en cuenta en un proceso.
Además, vivo que los servidores públicos se llamen entre ellos hijos de un platanero, que se abaniquen la cara o que, cual macarras, se pongan nariz con nariz como si estuvieran a la puerta de un tugurio de madrugada.
He aprendido más cosas que prefiero olvidar, al igual que la mayoría de las anteriores. Porque el día a día de las calles que nos circundan lo construimos ustedes y yo. Con nuestras diferencias y parecidos, leyendo El Norte con un café y deseándonos una buena salida y entrada, comprando marisco en La Madrileña y solomillo en T. Marcos para cenar con los más cercanos. Cuidándonos más, en definitiva, y mostrando que entre tanta bajeza, locura, desdén y egoísmo seguimos siendo más los que apostamos por respetar al que considera que no tenemos razón, aunque enarbole argumentos tan leoninos como que los bocatas de chorizo no son sanos. Prefiero que compartamos mesa y mantel y brindemos por un fabuloso año a que discutamos por sandeces dignas de Rufián (y me da que este, en lo de los bocatas, está de acuerdo conmigo).
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