La nave indolente surca el mar Tirreno y esquiva las islas bien ancladas que flanquean la ciudad de Nápoles por este lado, Ischia y Procida; tímida se deja ver entre la bruma una primera estampa: se dispone el caserío escalonado al borde de la bahía; ... en un extremo se muestra lejana la silueta distinguida del Vesubio manso, en el otro, la mole del Castel Nuovo. De cerca, la gran urbe se colorea: abundan los claros; destaca un amarillo peculiar, tanto y tan propio que se ha dado en llamar napolitano. Es de día y en tierra firme la ciudad se agita. Al adentrarse en las calles y callejas de la antigua trama, se llega al poco a una plazuela con su iglesia. Es la regla. Hagamos una prueba. Tomemos una 'via' cualesquiera, la de Monteoliveto por decir una, después una calata, la de Trinitá Maggiore: aparecerá admirable –ya lo ven– una piazza, la del Gesú Nuovo; tras una fachada recia de piedra almohadillada están los mármoles y estucos de su deslumbrante templo. El barroco en su magnificencia. A pocos metros, Santa Chiara; no lejos la 'via' Toledo –«Jamás olvidaré la via Toledo», escribió Stendhal—. La belleza en Nápoles se entrevera empero con el ruido; va por barrios. No es fácil de comprender. Pongamos por caso la Nochevieja. Es la guerra. Cuesta tener presente que son fuegos artificiales, chiflidos; al día siguiente se da el parte de bajas. Tampoco resulta fácil entender la idolatría; si bien, y dada nuestra condición cristiana, se podría hacer un esfuerzo. Ya, pero es que en Nápoles se venera a Maradona y el gentío se espachurra para ver el coágulo de San Gennaro; sin mencionar el famoso cornicello, ese pimiento ubicuo que protege del 'mal de ojo'. Con eso y todo, Vedi Napoli e poi muori.
Lo español, por lo que interesa, está presente en los anales de la ciudad; lo está también en la calle y no solo en sus nombres: calle Toledo, Barrio Español, etcétera. En la Piazza del Mercato sin ir más lejos se tropieza con una huella inopinada. Sitúa la historia en este punto la muerte horrenda por decapitación de un joven príncipe de 16 años, Conradino. Corrían tiempos convulsos, de sangrientas luchas entre güelfos y gibelinos, el siglo XIII de la era cristiana: fieles al papa unos, otros al emperador excomulgado. Dos poderes en disputa; para la ocasión, la pugna por el reino de Sicilia. Así fueron los hechos. Carlos de Anjou, con la ayuda de su hermano, Luis el Santo, rey de Francia, y la del papa de Roma, Clemente el Gordo, derrota y mata a Manfredo, rey de Sicilia por más señas tío de Conradino; usurpa el trono (1266). La muerte inesperada de Manfredo convirtió a Conradino, duque de Suabia y legítimo heredero, en aspirante al trono. Al frente de sus tropas cruzó los Alpes y se presentó en Italia a reclamar su reino. El 23 de agosto de 1268 los ejércitos de Conradino y de Carlos de Anjou –pretendiente y usurpador– se enfrentaron en las llanuras Palentinas de la Italia central; tras la inicial victoria de Conradino sus huestes se dispersaron, gran error: atacó entonces el de Anjou y venció de forma definitiva. Fue la famosa batalla de Tagliacozzo mencionada en un canto del Infierno de la Divina Comedia, «…donde inerme [sanz´arme] venciera el viejo Alardo…» –se trata de Erard de Valery, veterano general francés, Alardo para los italianos: mediante engaño inclinó la batalla a favor de Carlos–. Escapó Conradino y llegó al remoto enclave de Torre Astura, en la costa; en esta fortaleza fue apresado y trasladado al Castel dell'Ovo en Nápoles. Poco después de la infausta batalla, el 29 de octubre, tras un juicio sumarísimo acusado de traición, fue ejecutado en el campo Moriciano, hoy Piazza del Mercato. En la iglesia de Santa María del Carmen, cerca de donde murió, una lápida y una estatua de mármol desafían el olvido.
Cuenta la leyenda que estando en el patíbulo Conradino arrojó un guante a la multitud y que fue recogido por Juan de Prócida, noble siciliano y gibelino. Acto seguido en la historia entra lo aragonés –la huella–; lo que, para entendernos, y con licencia, se dice aquí «lo español» –en puridad, lo hispánico–. Pues bien, azares de la vida, el rey aragonés Pedro el Grande estaba casado con Constanza, hija de Manfredo, que muerto Conradino era la heredera legítima al trono de Sicilia. Con estos antecedentes, no extraña que parte de los nobles desposeídos por el rey francés buscasen refugio en Aragón; entre ellos, el Señor de Prócida, el que recogió el guante, y hasta el mismo Roger de Lauria. El interés de Aragón en la expansión por el Mediterráneo unido a los avales dinásticos de Constanza, encontraron ocasión propicia en las llamadas Vísperas Sicilianas (1282), un levantamiento popular en la isla contra la tiranía del rey francés que acabó en matanza indiscriminada de sus compatriotas, una vendetta siciliana. Pedro el Grande envió su flota a la isla, tomó Palermo y fue proclamado rey; le costó la excomunión, murió en pecado. Carlos de Anjou, vencido esta vez, permaneció en Nápoles, la Sicilia continental. Trascurriría no obstante un tiempo largo hasta que Alfonso el Magnánimo, nacido en Medina del Campo, incorporase Nápoles a la Corona de Aragón (1442); «Alfonsus Rex Hispanus…», se lee en el arco de triunfo que se erigió en el Castel Nuovo tras su entrada en la ciudad. Las dos Sicilias en un solo reino. Vendrían después los Austrias, más tarde los Borbones y la extinción de la impronta española que se difumina y se borra con Garibaldi y la reunificación de Italia.
Conmueve la suerte aciaga de Conradino, llega la musicalidad de su nombre. Poco se sabe de su corta vida; el Codex Manesse, un texto de la época recién incluido en la Memoria del Mundo de la Unesco, dice de él que era «bello como Absalón y hablaba buen latín»; recoge además dos de sus poemas: uno exalta la valentía; el segundo el arrebato de amor. Que su poema de amor ardiente sea una oración devota a la memoria de nuestro héroe.
Caballeros, escuchad mi canción,
que habla de amor y devoción,
porque en mi corazón arde la llama
de la pasión más pura y noble.
Por mi dama, haré cualquier hazaña,
a través del fuego y la espada,
pues su belleza es como la luz del día
y su gracia es como la melodía.
En su presencia, soy un hombre nuevo,
lleno de valor y nobleza,
y con cada gesto, trato de mostrar
mi amor por ella, puro y verdadero.
Así que cantemos todos juntos,
en honor a nuestras damas y amores,
que su belleza brille por siempre
y sus corazones estén llenos de flores.
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