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No sé si parece que fue ayer, pero desde luego no tengo la sensación de que ya hayan pasado diecisiete años desde que el AVE llegó a Valladolid.

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En nuestra estación decimonónica, nos instalaron una mampara bastante cutre y unos escáneres de seguridad que solo ... se usan si coges el tren en el andén 1; si lo coges en cualquier otro, puedes acceder al interior de tu vagón con maletas repletas de dinamita y nadie te va a decir nada. La mampara cutre iba a ser provisional hasta que nos construyeran una nueva estación con robots, unicornios y todo eso.

Aunque el AVE suprimió otros trenes más lentos y mucho más baratos, al principio no nos quejábamos de los elevados precios porque la modernidad tiene sus peajes. Durante el monopolio de Renfe, viajar en el AVE de Valladolid a Madrid, en trenes frecuentemente medio vacíos, tenía el coste por minuto más caro de España, a la altura de los teléfonos eróticos o esotéricos. Han sido diecisiete años de puñaladas y rejones.

Y ahora, por fin, ha llegado la competencia y los precios han bajado de manera considerable (desinflados también por las ayudas institucionales al transporte). A repartirse la tarta de los viajeros han venido la francesa Ouigo y la italiana Iryo. Renfe ha tenido que ponerse las pilas e incluso ha sacado su propia marca de bajo coste: Avlo. De lo que se deduce, por si quedaba alguna duda, que durante todo este tiempo nos han estado timando.

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Óscar Puente, que fue un razonable alcalde de Valladolid y ahora está siendo un ministro al borde de un ataque de nervios, ha acusado a Ouigo e Iryo de tirar los precios para distorsionar el mercado; pero sucede que a esas empresas las cuentas les salen, mientras que Renfe, lejos de haber aprovechado su situación de privilegio, lleva años perdiendo muchísimos millones.

En España, ya eliminamos el rito ancestral de arrojar cabras desde los campanarios, pero mantenemos la costumbre bárbara de colocar al frente de empresas públicas a gente con perfil político en lugar de técnico. Renfe es un buen ejemplo de ello. Correos es otro: en la edad de oro de la paquetería a domicilio, ha sido un desastre económico y sus oficinas se han transformado en una especie de zoco donde venden quincalla variopinta.

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Cuando voy a certificar una carta, me espero ver en cualquier momento faquires, acróbatas o malabaristas pasando la gorra. Aunque las cartas no han incrementado su velocidad, enviarlas es cada vez más costoso. Dentro de nada, será más barato llevarlas personalmente en tren o incluso en limusina.

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