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Se va convirtiendo en una nueva tradición, como el Black Friday, que los medios de comunicación nos asusten por estas fechas con la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, con su hermosa pirotecnia de explosiones nucleares. «¿Cómo protegerse de la radioactividad?», leí esta semana en ... la prensa, pero luego en el cuerpo de la información te venían a decir que no habría escapatoria, salvo que tuvieras acceso a un refugio bien preparado.
En Valladolid, todavía no hemos empezado a cavar los túneles del soterramiento (esperen ustedes sentados) y quizás tendríamos que comenzar a buscar ubicación para unos cuantos búnkeres subterráneos con gruesos muros de hormigón. Se nos acumulan las zanjas en la lista de tareas pendientes.
La principal diferencia entre el Black Friday y la Tercera Guerra Mundial es que esta última no admite devoluciones: una vez que los misiles fatídicos salen de sus madrigueras, ya no hay vuelta atrás. Siempre pensé que un conflicto global y catastrófico era una idea descabellada y que los políticos del mundo, aunque algunos parezcan villanos de tebeo, se detendrían delante de ciertas líneas. Ahora, ya no sé qué pensar. Mi fe en los políticos de cualquier ámbito es nula; mi confianza en los seres humanos, cuando se juntan unos cuantos y se ponen a gritar, es muy escasa.
Mientras tanto, en Pucela (qué gran nombre para una urbe postapocalíptica) hemos estrenado la iluminación navideña. Se supone que deberíamos seguir la llamada hipnótica que nos provoca el reflejo condicionado de comprar cosas que no necesitamos. El perro de Pavlov babeaba cuando le tocaban una campana y a nosotros es encendernos unas cuantas bombillas y ya sentimos la urgencia imperiosa de adquirir el último cacharrillo tecnológico o el jersey que hará el número vigésimo segundo en nuestro armario.
Nos invitan a zambullirnos en el espíritu navideño y a la vez nos amenazan con una hecatombe devastadora, y yo, claro, con semejante mejunje conceptual, me bloqueo. Me deprime pasear por las zonas más concurridas. No esperen verme por la calle Santiago o la plaza Mayor hasta bien entrado enero, si es que todavía la ciudad sigue en pie.
El otro día entré en un supermercado y por el hilo musical sonaban villancicos con la letra ya adaptada a nuestro nuevo horizonte. Me gustó uno que decía: «Hacia Belén va una burra cargada con ojivas nucleares»; pero la gente parecía disfrutar, incluso con conato de karaoke, con otro más pegadizo: «Beben y beben y vuelven a beber los peces mutantes (con tres ojos) en el río por ver a Dios nacer».
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