Está en marcha otra edición de la Feria del Libro de Valladolid. Dos días antes de que se inaugurara, ya había gente haciendo cola, tirada en el suelo, y una selección bibliográfica fue paseada en barco por el Pisuerga (aunque quizás me estoy liando ... y estoy mezclando noticias).
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Todas las ferias, de cualquier producto, tienen algo de zoco abigarrado, de mejunje, de batiburrillo. Junto a lo que, subjetivamente, uno puede considerar buena literatura, te encuentras esos otros libros que con frecuencia se encaraman a lo alto de las listas de los más vendidos y que tú a veces curioseas sin adquirirlos y te basta media página para que tus ojos se quieran hacer el harakiri.
Creo que las redes sociales han destrozado la literatura tal y como la conocíamos. Antes, hasta finales de los 90, los grandes grupos editoriales, que son los que acaparan casi toda la visibilidad, fichaban a un autor por cómo escribía y luego se preocupaban, título a título, por construir una trayectoria e intentar que su obra tuviera cada vez más difusión. Ahora, no tienen ninguna paciencia y prefieren reclutar a alguien que ya traiga su público guardado en los bolsillos. Raro será (argumentan los directivos) que alguien que tiene cien mil seguidores en Internet no nos venda varios miles de libros. Ese cálculo no siempre se materializa, porque una cosa es hacer clic y otra gastarse un dinero.
Ahora el mercado editorial es más mercado que nunca. Ya no hay ni disimulo ni escrúpulos. En 'Los desayunos del Café Borenes', de Luis Mateo Díez, aparece un personaje que resume muy bien esto que estoy tratando de explicar: «Cada día abundan más las novelas que no son novelas y que están escritas por novelistas que no son novelistas para lectores que no leen».
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De todas formas, no me hagan mucho caso, porque los autores siempre nos estamos quejando. Los que se autoeditan quieren dejar de autoeditarse. Los que tienen prestigio sueñan con vender más. Los que venden mucho anhelan el reconocimiento crítico. Los que son traducidos al portugués persiguen ser traducidos al inglés. Los que son adaptados al cine desean una figura en el Museo de Cera. Y así podríamos seguir hasta aburrirnos.
Supongo que la verdadera literatura tiene mucho que ver con esa íntima insatisfacción constante, tanto para quien la escribe como para quien la lee. La vida se nos queda corta y hay que tratar de amplificarla leyendo libros o escribiéndolos. Pero, eso sí: si se acercan a la Feria del Libro y se compran algo, por favor, no me sean horteras y elijan bien.
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