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Hace no tantos años, por estas fechas, estábamos rociando con lejía nuestras calles pandémicas y desiertas y echábamos de menos el traqueteo de las ruedas de sus maletas, incluso en horas intempestivas, y ahora casi andamos pidiendo los papeles del divorcio. Me refiero, claro está, ... a los turistas.
Siempre he pensado que es una lástima que nuestra economía dependa tanto del sector terciario, de poner gintonics y servir paellas y hacerle la cama a desconocidos. Ojalá tuviéramos una industria poderosa, pero ya no nos queda más remedio que tirar con lo que hay. Sólo los políticos, después de un concienzudo análisis, podrían tomar las medidas que transformaran el modelo productivo de este país. Perdón por el chiste.
En Valladolid, no tenemos un problema de saturación turística. Esperemos seguir así muchísimos años. Los grupos que ves en el centro, atendiendo a las explicaciones de los guías sobre nuestro estropicio catedralicio, parecen personas tranquilas y respetuosas. Aquí no llegan cruceros llenos de lerdos, aquí no hay «balconing», aquí nadie nos dibuja obscenidades con rotulador en la fachada plateresca de San Gregorio, aquí ninguna «influencer» deja las bragas usadas en el expositor del pan de los supermercados.
En Segovia y Salamanca, el tema sí se les ha ido un poquito más de las manos y los apartamentos turísticos están ya distorsionando el mercado de la vivienda. Incomprensiblemente, muchos propietarios prefieren alquilar un apartamento por días y forrarse a hacerle un contrato anual a alguien que puede declararse vulnerable y dejar de pagar al segundo mes.
La turismofobia de la que tanto se habla estos días es una llamada de atención, un síntoma de que tenemos que replantearnos cómo seguimos explotando el filón durante las próximas décadas. Aunque España y los turistas se necesitan mutuamente, hace falta redefinir algunos matices de su relación.
Las ganas de viajar de la gente no van a decaer y eso que salir de casa da una pereza horrible. Los turistas se seguirán desplazando, a veces a ciudades muy parecidas a las suyas, con las mismas franquicias fotocopiadas, y otras veces optarán por destinos más exóticos o más excéntricos y se tendrán que poner diez vacunas que les librarán del dengue, pero no de las intoxicaciones alimentarias.
En cualquier caso, más que ver cosas, lo que harán son fotos, toneladas de fotos: chiringuitos, atardeceres, estatuas ecuestres o incluso naves ardiendo más allá de Orión. Todavía no saben que todos esos recuerdos se perderán en el tiempo, como cubitos de hielo en un tinto de verano.
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