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Hace unas horas, exhausto y probablemente traumatizado, he conseguido inscribirme en una oposición de la Consejería de Educación de la Junta de Castilla y León. La convocatoria ocupaba 155 páginas en el BOCYL, completadas por doce anexos que sumaban otras setenta. En total, más de ... 200 páginas de prosa farragosa y churrigueresca, de esa que parece escrita como a mala idea. La próxima convocatoria será todavía más desmesurada, hasta que llegue el punto en que las propias bases de la oposición sean más extensas que el temario.
El trámite ha sido obligatoriamente telemático, porque en esta región somos muy modernos. Dos amigos y yo hemos estado casi tres horas delante de un ordenador (más un previo trabajo de escaneo de documentos) para conseguir salir vivos de ese laberinto enrevesado. Los sistemas telemáticos siempre tienen recovecos y charcos y errores de diseño y, cuando te atascas por enésima vez, te invaden la angustia y la desesperación.
La burocracia en línea debería ser una opción para quien la quiera, no una imposición. Además, es discriminatoria, porque no todo el mundo dispone de un ordenador adecuado (no todos sirven) con métodos de identificación digital que, oh sorpresa, también suelen fallar.
Para estas situaciones, existe una ley nacional de 2015 que reconoce el derecho de las personas a ser asistidas en el uso de medios electrónicos, pero en esta región no se aplica.
'Vuelva usted mañana', el famoso artículo de Larra, hoy podría titularse 'Descárguese la app'. Cómo echo de menos los tiempos en que, si tenías alguna duda sobre un trámite, podías hablar cara a cara con un funcionario antipático.
A mí todo esto de lo telemático a la fuerza, en cualquier ámbito, me irrita profundamente. Te lo venden como la cúspide del progreso y, obviamente, tiene muchas ventajas, pero también muchas sombras tenebrosas. Hay aspiradoras autónomas que hacen un mapa y fotos de tu casa y luego envían la información, por Internet, a su nave nodriza. Los teléfonos escuchan y analizan todas tus conversaciones. Quieren saber qué piensas, qué planeas y con quién te relacionas.
Todos nuestros datos (los que nos piden y los que nos roban) andan luego por ahí flotando en el ciberespacio, como pececillos a merced de los tiburones. En caso de que se produzca una brecha de seguridad, ni las empresas ni las administraciones indemnizan a los afectados. Ni siquiera se disculpan: se limitan a aconsejarte que anules las tarjetas, cambies las contraseñas de todo y reces a San Isidoro de Sevilla, patrón de los internautas.
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