Viajar es un lujo y un placer moderno. Aunque el viajar es tan viejo como el hombre y todo viajar tiene algo de atávico y esencial, de cuando éramos pastores, cazadores, recolectores y nómadas por necesidad, nuestro viajar moderno es relativamente nuevo. Los tiempos cambian y con las necesidades más básicas y elementales cubiertas (recuerden la célebre pirámide de Maslow), buscamos nuevas fuentes exógenas de placer. Nuevas necesidades que satisfacer. Nuestros abuelos se preocupaban de trabajar para comer y hoy nos preocupamos de trabajar para viajar.
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El viajar se erige ya en el parámetro o la medida del éxito vital y la cultura del viajar está ya sembrada en lo más hondo de nuestro ser. Salvo que seas un excelso eremita o un monje con una gran vida interior y una inquebrantable fe, todos necesitamos beber alguna vez del sano y mundano bálsamo del viajar. No hay absolutamente nada de malo en ello. No está en la mano de todos el ser feliz con poco.
El placer y la satisfacción del viajar moderno nace de tres fuentes o veneros fundamentales: el desconectar, el ver y el conocer. Las antiguas fuentes del conquistar o de la mera necesidad están ya secas por viejas y esquilmadas. De estas últimas sabemos mucho los sorianos y los castellanos. Los españoles en general. Las tres fuentes primeras son autónomas, independientes y autosuficientes, pero están estrechamente relacionadas y se compensan entre sí.
En cada época y en cada forma de viajar conviven todas ellas pero siempre predomina una sobre todas las demás. Todo viajar es válido y legítimo si es sincero y honesto, pero no todo viajar es igual en calidad, grado e intensidad. Nuestros padres y abuelos no ocultaban que se iban a Roquetas de Mar, Denia o Benidorm a holgar, a pasarse la mañana en la playa con la tumbona y la cerveza, pasearse por el paseo marítimo y darse de vez en cuando un homenaje si la economía lo permitía. Nada más.
Hoy vivimos una modalidad un tanto pervertida y cínica que confunde el ver y el estar con el conocer. Es el viajar 'Ryanair' o el viajar de los 'influencers', los de verdad y los que no lo son pero se lo creen. La cultura del viajar superficial. Viajamos a trompicones a destinos exóticos y lejanos que son sólo números e imágenes, países y kilómetros. Como los viajes y las vivencias son eminentemente plásticas y visuales, se pueden empaquetar y resumir en vídeos e imágenes que se comparten rápidamente en redes sociales y, como el viajar para ver se queda cojo en placer, nos consolamos con el sustituto fácil e instantáneo del me gusta, la admiración y la consideración social.
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Con la envidieja ajena que en algunos podamos suscitar. Contagiados de ese ver atropellado y atolondrado, de ese acumular destinos y de esa cultura del consumismo visual, nos pegamos un vuelo de diecisiete horas y tres trasbordos para «desconectar» y viajamos a Perú, a Islandia o a Nepal antes que conocer nuestro pueblo, provincia o comunidad. Ponemos decenas de chinchetas en un mapa mundial y no conocemos ni veinte pueblos de nuestra provincia o comunidad. Es como si vislumbráramos la insuficiencia del ver y la superioridad del conocer, pero estuviéramos ciegos, lo hiciéramos a tientas y no supiéramos bien cómo llegar a él.
Conocer, aprender y entender es con creces la fuente más placentera del viajar. El venero más limpio, fresco y prístino, el que nace más arriba entre sierras y peñedos y el que se alimenta de las nieves y el deshielo. Todo conocer exige un esfuerzo y es un proceso lento, gradual, progresivo e imperfecto. Un conato de ascenso. Tan lento e imperfecto es nuestro conocer y tan inmenso el objeto de nuestro conocimiento, que ni siquiera una vida entera bastaría para tener un conocimiento pleno del regato que baña la aldea o de la encina que corona el cerro, pero siempre será más fácil y reconfortante que conocer lo lejano y lo exótico, aunque quizás su belleza sea menos monumental, aparente y visual.
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El hombre se pierde en grandes horizontes y tiene siempre la necesidad de restringir y acotar. De mirar las cosas pequeñas. Las tierras extrañas desbordan, remueven y saturan toda fuente de placer. Sólo el andar del tiempo calma las aguas. El viajar es siempre pretexto y a los castellanos siempre nos será más fácil reconocernos en los campos de la meseta, en las sierras o en las encinas, que en los mares abiertos, los cocoteros o las playas paradisíaca de Las Maldivas.
Lo importante de viajar es siempre el camino. El viajar para conocer se hace en coche, en bicicleta o a pie, sobre todo a pie. Se conoce hiriendo la tierra, levantando la costra que le sobra. ¿Han abierto alguna vez trochas y veredas de tanto andarlas? Quien conoce acaba no necesitando GPS, guías o Google maps y eso le permite no tener miedo de perderse y centrarse en lo importante, en encontrarse. Camina por donde abarca siempre la vista y una vereda mil veces andada, un vallejo o una hondonada, una loma o un simple majano en el orillo de un camino, basta para hacer fluir lentas y calmas las fuentes del conocer.
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Las cosas hay que verlas mucho y de manera muy distinta para conocerlas, para ver lo que son de verdad dentro de todas ellas. Cuando viajas en avión o por autovías rápidas, te trasladan como bártulos de mudanza, sin ver, sin conocer y sin sentir el camino. Sin la necesaria aproximación y aclimatación del cuerpo, los sentidos y el intelecto. Es lo único bueno que aún tienen los trenes lentos de Castilla.
El viajar para conocer procura un placer autosuficiente e independiente y aunque es más difícil de empaquetar y comunicar, su placer es infinitamente mayor que el viajar para ver u holgar. Las mejores obras de la literatura española son crónicas de un viajar cercano. Vivimos en una tierra inmensamente rica y variada. Somos afortunados y buscamos lejos lo que aquí tenemos. A fuerza de globalización y de viajar y mirar lejos, nuestros pueblos, nuestra cultura y nuestras tradiciones se han convertido en lo verdaderamente lejano y exótico. Y, sin embargo, no lo vemos.
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La pandemia nos descubrió el camino del verdadero conocer y su placer, pero rápido se nos olvidó. Conocimos trochas y veredas al lado de casa que nunca jamás habíamos visto y mucho menos andado y volvimos y redescubrimos con ilusión la vista y el corazón a la España rural y de interior. Una manera honesta y sincera de viajar, ya sea para desconectar, ver y, sobre todo, conocer, nos debería llevar a redescubrir nuestra tierra, nuestro pueblo, nuestra ciudad o nuestra comunidad y a firmar y suscribir en todo o en parte este humilde alegato del viajar.
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