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A la espera de que progrese la investigación del FBI por «intento de asesinato», la detención de un hombre con un rifle de asalto en las inmediaciones del campo de golf de Donald Trump en Florida, en el que se encontraba el magnate, confirma la alarmante escalada de la violencia política en medio de una venenosa crispación que ha fracturado Estados Unidos, alimentado odios y llegado demasiado lejos hace tiempo. El segundo conato de atentado contra el candidato republicano en apenas dos meses, frustrado a última hora por la pericia de un agente del servicio secreto, traslada la urgente necesidad de calmar las aguas de la convivencia en la primera potencia mundial y vuelve a dejar en evidencia a los servicios de seguridad. El grave incidente sacude la campaña electoral más reñida en plena escalada de Kamala Harris, lo que no debiera servir para atizar fantasiosas teorías conspirativas ni para agitar aún más un clima político explosivo. Es hora de que las instituciones exhiban su fortaleza frente a la intolerancia más extrema y a quienes desean desestabilizar EE UU, la cuna de la democracia occidental, que afronta una prueba de fuego que ha de superar por el bien de todo el planeta.
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